—Aquí, Turc—dijo Anne-Marie—. O, ¿consientes en llevar las anillas y las iniciales con que
Sir Stephen desea marcarte, sin saber cómo te serán impuestas?
—Sí —respondió O.
—Entonces acompañaré a Sir Stephen. Quédate donde estás.
Sir Stephen se inclinó y tomó a O por los senos mientras Anne-Marie se levantaba de su
tumbona. Le besó los labios y murmuró:
— ¿Eres mía, O, eres realmente mía?
Luego se alejó detrás de Anne-Marie. La verja se cerró. Anne-Marie regresaba. O estaba
sentada sobre sus talones, con los brazos descansando en las rodillas, como una estatua
egipcia.
Vivían en la casa otras tres muchachas que ocupaban sendas habitaciones del primer piso.
A O le dieron un pequeño dormitorio de la planta baja, contiguo al de Anne-Marie. AnneMarie las llamó al jardín. Las tres iban desnu