alegría.
Jacqueline se marchó para no volver antes de principios de agosto, si la película se
terminaba, por lo que nada retenía a O en París. Se acercaba julio, los jardines estallaban de
geranios rojos, todos los toldos orientados al Sur estaban bajados, René suspiraba que tenía
que ir a Escocia. Durante un instante, O esperó que la llevara consigo. Pero, además de que
nunca la llevaba cuando iba a ver a su familia, sabía que la cedería a Sir Stephen si éste la
reclamaba. Sir Stephen dijo que el día en que René tomara el avión para Londres él iría a
buscar a O. Ella estaba de vacaciones.
—Iremos a casa de Anne-Marie —le dijo—. Ella te espera. No lleves equipaje. No
necesitarás nada.
No la llevó al apartamento del Observatoire, sino a una casa baja situada en el fondo de
un gran jardín, en el linde del bosque de Fontainebleau. O llevaba el ceñidor que tan
necesario consideraba Anne-Marie y cada día lo apretaba un poco más, ahora casi se le podía
abarcar la cintura entre las manos, Anne-Marie estaría contenta. Cuando llegaron, eran las dos
de la tarde, la casa dormía y el perro ladró débilmente al oír la campanilla: un gran
boyero de Flandes de pelo rugoso que husmeó las rodillas de O, bajo el borde de la falda.
Anne-Marie estaba sentada bajo un haya púrpura, al borde del césped que, en un ángulo
del jardín, quedaba frente a los balcones de su habitación. No se levantó.
—Aquí está O —dijo Sir Stephen—. Ya sabe lo que hay que hacer. ¿Cuándo estará
lista?
Anne-Marie miró a O.
— ¿No le ha dicho nada? Bien, empezaremos en seguida. Habrá que contar diez días.
Supongo que deseará ponerle las anillas y las iniciales usted mismo, ¿no? Vuelva dentro de
quince días. Después, puede quedar todo listo al cabo de otros quince días.
O quiso decir algo, preguntar.
—Un momento, O —dijo Anne-Marie—. Ve a la habitación de delante y desnúdate. Déjate
sólo las sandalias y vuelve.
La habitación estaba vacía, una habitación grande, blanca, con cortinas de lienzo de Jouy
color violeta. O dejó el bolso, los guantes y la ropa en una silla baja, al lado de una de las
puertas del armario. No había espejo. Volvió a salir lentamente, deslumbrada por el sol hasta
llegar a la sombra del haya. Sir Stephen seguía de pie delante de Anne-Marie, con el perro a
sus pies. Los cabellos negros y grises de Anne-Marie brillaban como si estuvieran untados de
aceite. Vestía de blanco, con cinturón de charol y sandalias también de charol que dejaban al
descubierto las uñas de los pies, pintadas de rojo, como las de las manos.
—O, arrodíllate delante de Sir Stephen —dijo.
O se arrodilló, con los brazos cruzados a la espalda y los senos temblorosos. El perro fue a
lanzarse sobre ella,