Marie, O recordó una estatua que había visto en el jardín de Luxemburgo siendo niña: era
de una mujer con el talle así ceñido y que parecía más frágil todavía por lo abultado de sus
senos y de las caderas. Estaba inclinada hacia delante, para mirarse en un estanque, también
de mármol, esculpido a sus pies. Daba la impresión de que el mármol iba a romperse. Si Sir
Stephen lo deseaba... A Jacqueline podría decirle que era un capricho de René. O volvió a
sentir entonces una preocupación que trataba de rehuir cada vez que volvía de casa de Sir
Stephen y que le extrañaba que no fuera más intensa: ¿porqué, desde que Jacqueline vivía con
ella, René procuraba, no ya dejarlas solas, lo cual era comprensible, sino no quedarse él a
solas con O? Se acercaba el mes de julio, en que él debía salir de viaje, no podría ir a verla a
casa de aquella Anne-Marie adonde la enviaría Sir Stephen, ¿tenía ella que resignarse a no
verlo más que las noches en que las invitaba a Jacqueline y a ella, o bien —y ella no sabía
qué le resultaba más desconcertante (ya que entre los dos no existían sino aquellas relaciones
esencialmente falsas por lo limitadas)— alguna que otra mañana, en casa de Sir Stephen,
cuando Nora le hacía entrar en el despacho, después de anunciarle? Sir Stephen le recibía
siempre, René siempre besaba a O, le acariciaba la punta de los senos, hacía planes con Sir
Stephen para el día siguiente, planes en los que ella no figuraba, y se marchaba. ¿La había
entregado a Sir Stephen hasta el extremo de dejar de amarla? ¿Qué pasaría si no la amaba
ya? O estaba tan aturdida por el pánico, que, maquinalmente, bajó del coche en el muelle,
delante de su casa, en lugar de seguir en él, y echó a correr para parar un taxi. Hay pocos
taxis en el muelle de Béthune. O siguió corriendo hasta el bulevar Saint-Germain y aún tuvo
que esperar. Sudaba jadeaba porque el ceñidor le cortaba la respiración, cuando, por fin, un
taxi dobló la esquina de calle del Cardinal-Lemoine. Le hizo una seña, dio la dirección de
la oficina de René y subió, sin saber si René estaría ni si querría recibirla. Nunca labia estado
allí. No la sorprendió el gran inmueble, situado en una calle perpendicular a los Campos
Elíseos, ni los despachos de estilo americano, sino la actitud de René, quien, sin embargo,
la recibió inmediatamente. No es que se mostrara agresivo ni con aire de reproche. Ella
hubiera preferido sus reproches, pues, al fin y al cabo, él no le había dado permiso para
que fuera a molestarle tal vez lo molestaba, y mucho. Despidió a la secretaria y le dijo que
no le pasara ninguna visita ni llamada telefónica. Después preguntó a O qué sucedía.
—Tuve miedo de que ya no me amaras —le lijo O.
Él se echó a reír.
— ¿Así de repente?
—Sí, en el coche, al regresar de.»
— ¿Al regresar de dónde?
O guardó silencio.
Él volvió a reír.
— ¡Qué tonta eres! Si ya lo sé. De casa de Anne-Marie. Y dentro de diez días te vas a
Samois. Sir Stephen acaba de llamarme por teléfono.