después del almuerzo. ¿Querrás? Es una amiga mía. Ya habrás observado que, hasta ahora,
no te he presentado a ninguno de mis amigos. Cuando salgas de sus manos, tendrás
verdaderos motivos para temer a Nora.
O no se atrevió a insistir. Aquella Anne-Marie con que ahora la amenazaba Sir Stephen
la intrigaba más que Nora. De ella le había hablado ya Sir Stephen el día en que
almorzaron en Saint-Cloud. Y era verdad que O no conocía a ninguna de las amistades de Sir
Stephen. Vivía en París, encerrada en su secreto, como si estuviera encerrada en un prostíbulo.
Los únicos que conocían su secreto, René y Sir Stephen, también tenían derecho a su cuerpo.
Pensó que la expresión de abrirse a alguien, que quiere decir confiarse, para ella no tenía más
que un significado, literal, físico y también absoluto, porque se abría con todas las partes de
su cuerpo que podían abrirse. Parecía también que ésta fuera su razón de ser y que Sir
Stephen, al igual que René, así lo entendiera, ya que cuando le hablaba de sus amigos, como
había hecho en Saint-Cloud, era para decirle que debería estar a la disposición de todos
aquellos a quienes la presentara, si la deseaban. Pero para imaginar a Anne-Marie ni lo que
Sir Stephen esperaba de ella, O no tenía pista alguna, ni siquiera su experiencia de Roissy. Sir
Stephen le había dicho que quería verla acariciar a una mujer. ¿Sería esto? (Pero puntualizó
que se trataba de Jacqueline...) No; no podía ser eso. «Para que te vea», acababa de decir.
Efectivamente. Pero, cuando dejó a Anne-Marie, O tampoco sabía más.
Anne-Marie vivía cerca del Observatoire, en un apartamento situado junto a una especie de
gran estudio, en el último piso de una casa nueva que dominaba las copas de los árboles. Era
una mujer esbelta, de la edad de Sir Stephen, con el cabello negro veteado de gris. Tenía los
ojos de un azul tan oscuro que parecían negros. Ofreció a Sir Stephen y a O, en unas tazas
muy pequeñas, un café muy cargado, caliente y amargo, que entonó a O. Cuando acabó de
beber y se levantó de la butaca para dejar la taza vacía sobre un velador, Anne-Marie la
tomó por la muñeca y, volviéndose hacia Sir Stephen, le dijo:
— ¿Permite?
—Se lo ruego —respondió él.
Entonces, Anne-Marie, que hasta aquel momento no había dirigido la palabra a O ni
siquiera para saludarla cuando Sir Stephen se la presentó, le dijo suavemente, con una sonrisa
tan dulce que daba la impresión de que le ofrecía un regalo:
—Ven que te vea el vientre, pequeña, y las nalgas. Pero será mejor que te desnudes.
Mientras O la obedecía, ella encendió un cigarrillo. Sir Stephen no apartaba los ojos de O.
La dejaron de pie, quizá cinco minutos. En la habitación no había espejo, pero O se veía
reflejada en un biombo de laca negra.
—Quítate las medias —dijo Anne-Marie de pronto—. ¿Lo ves? No debes llevar esas ligas
redondas. Te deformarás los muslos.
Y señaló con el dedo el lugar, encima de la rodilla, en donde O se enrollaba las medias.