Literatura BDSM Historia de O | Página 72

después del almuerzo. ¿Querrás? Es una amiga mía. Ya habrás observado que, hasta ahora, no te he presentado a ninguno de mis amigos. Cuando salgas de sus manos, tendrás verdaderos motivos para temer a Nora. O no se atrevió a insistir. Aquella Anne-Marie con que ahora la amenazaba Sir Stephen la intrigaba más que Nora. De ella le había hablado ya Sir Stephen el día en que almorzaron en Saint-Cloud. Y era verdad que O no conocía a ninguna de las amistades de Sir Stephen. Vivía en París, encerrada en su secreto, como si estuviera encerrada en un prostíbulo. Los únicos que conocían su secreto, René y Sir Stephen, también tenían derecho a su cuerpo. Pensó que la expresión de abrirse a alguien, que quiere decir confiarse, para ella no tenía más que un significado, literal, físico y también absoluto, porque se abría con todas las partes de su cuerpo que podían abrirse. Parecía también que ésta fuera su razón de ser y que Sir Stephen, al igual que René, así lo entendiera, ya que cuando le hablaba de sus amigos, como había hecho en Saint-Cloud, era para decirle que debería estar a la disposición de todos aquellos a quienes la presentara, si la deseaban. Pero para imaginar a Anne-Marie ni lo que Sir Stephen esperaba de ella, O no tenía pista alguna, ni siquiera su experiencia de Roissy. Sir Stephen le había dicho que quería verla acariciar a una mujer. ¿Sería esto? (Pero puntualizó que se trataba de Jacqueline...) No; no podía ser eso. «Para que te vea», acababa de decir. Efectivamente. Pero, cuando dejó a Anne-Marie, O tampoco sabía más. Anne-Marie vivía cerca del Observatoire, en un apartamento situado junto a una especie de gran estudio, en el último piso de una casa nueva que dominaba las copas de los árboles. Era una mujer esbelta, de la edad de Sir Stephen, con el cabello negro veteado de gris. Tenía los ojos de un azul tan oscuro que parecían negros. Ofreció a Sir Stephen y a O, en unas tazas muy pequeñas, un café muy cargado, caliente y amargo, que entonó a O. Cuando acabó de beber y se levantó de la butaca para dejar la taza vacía sobre un velador, Anne-Marie la tomó por la muñeca y, volviéndose hacia Sir Stephen, le dijo: — ¿Permite? —Se lo ruego —respondió él. Entonces, Anne-Marie, que hasta aquel momento no había dirigido la palabra a O ni siquiera para saludarla cuando Sir Stephen se la presentó, le dijo suavemente, con una sonrisa tan dulce que daba la impresión de que le ofrecía un regalo: —Ven que te vea el vientre, pequeña, y las nalgas. Pero será mejor que te desnudes. Mientras O la obedecía, ella encendió un cigarrillo. Sir Stephen no apartaba los ojos de O. La dejaron de pie, quizá cinco minutos. En la habitación no había espejo, pero O se veía reflejada en un biombo de laca negra. —Quítate las medias —dijo Anne-Marie de pronto—. ¿Lo ves? No debes llevar esas ligas redondas. Te deformarás los muslos. Y señaló con el dedo el lugar, encima de la rodilla, en donde O se enrollaba las medias.