sino como reconocimiento, mayor todavía cuando la petición tomaba forma de orden. Cada
concesión que le hacía era la prenda de que después se le exigiría otra concesión. Y ella las
hacía como el que cumple con su deber. Aunque parezca extraño, aquello la complacía. El
despacho de Sir Stephen, situado encima del salón amarillo y gris, era más estrecho y más
bajo de techo que éste. No había canapé ni diván, sino sólo dos sillones Regencia tapizados
de una tela de flores. En ellos se sentaba O algunas veces, pero Sir Stephen prefería tenerla
más cerca, al alcance de la mano y, aunque no se ocupara de ella, la obligaba a sentarse en su
escritorio, a la izquierda. La mesa estaba colocada en sentido perpendicular a la pared y O
podía recostarse en las estanterías llenas de anuarios y diccionarios. El teléfono estaba junto a
su muslo izquierdo y cada vez que el timbre sonaba, ella tenía un sobresalto. Era ella quien
descolgaba, contestaba, decía: ¿De parte de quién?, repetía en voz alta el nombre que le
daban y pasaba la comunicación a Sir Stephen o lo excusaba, según el gesto que él le hiciera.
Cuando la vieja Nora anunciaba alguna visita, Sir Stephen la hacía esperar hasta que Nora
llevaba a O a la habitación donde ésta se había desnudado y adonde Nora iba a buscarla
cuando Sir Stephen tocaba el timbre, después de despedir a su visitante. Puesto que Nora
entraba y salía del despacho varias veces durante la mañana, ya fuera para llevar a Sir