Fue por aquel entonces cuando Jacqueline, además de su profesión de maniquí, empezó a
ejercer otra profesión no menos irregular pero sí más absorbente: había sido contratada para
hacer pequeños papeles en el cine. Era difícil averiguar si estaba orgullosa de ello o no, o si
veía en aquello el primer paso de una carrera en la que deseara hacerse célebre. Por la
mañana, saltaba de la cama con más rabia que brío, se duchaba, se maquillaba a toda
prisa, no aceptaba más que el tazón de café negro que O apenas había tenido tiempo de
preparar y se dejaba besar la punta de los dedos, con una sonrisa maquinal y una mirada llena
de rencor: O, envuelta en su bata de vicuña blanca, con el pelo cepillado y la cara lavada,
tenía el aspecto plácido del que va a volverse a la cama. Pero no era así. O aún no se había
atrevido a explicar a Jacqueline por qué. La verdad era que todos los días en que
Jacqueline salía de casa a la hora en que los niños van al colegio y los empleados a la oficina,
para dirigirse a los estudios de Boulogne donde estaba rodando, O, que antes, efectivamente,
se quedaba en casa toda la mañana, se vestía a su vez para salir.
—Os mandaré el coche —había dicho Sir Stephen—. Primero llevará a Jacqueline a
Boulogne y después volverá para recogerte a ti.
De manera que todas las mañanas, a la hora en que el sol no iluminaba más que las
fachadas del este y las restantes estaban frescas todavía, pero, en los jardines, las sombras
empezaban ya a acortarse bajo los árboles, O era conducida a casa de Sir Stephen. En la
calle de Poitiers aún no se había terminado la limpieza. Nora, la mulata, llevaba a O a la
habitación en la que la primera noche Sir Stephen la dejó llorar y dormir sola, esperaba
mientras O dejaba sobre la cama el bolso, los guantes y la ropa, lo guardaba todo en un
armario, bajo llave, le daba a O unas chinelas de charol con tacón alto que hacían ruido al
andar y la precedía hasta el despacho de Sir Stephen, abriéndole las puertas. O nunca se
acostumbró a aquellos preparativos y desnudarse ante aquella vieja paciente y callada, que casi
ni la miraba, le resultaba tan penoso como hacerlo bajo la mirada de los criados de Roissy.
La vieja mulata andaba sin hacer ruido, con sus zapatillas de fieltro, como una monja. O,
mientras la seguía, no podía apartar la mirada de las dos puntas de su delantal y, cada vez que
la vieja abría una puerta, en la empuñadura de porcelana, su mano bistre y reseca le
parecía tan dura como la madera antigua. Al mismo tiempo, por un sentimiento absolutamente
opuesto al miedo que le inspiraba la criada de Sir Stephen —contradicción que O no conseguía
explicarse—, O sentía una especie de orgullo de que aquella mujer (¿qué era ella para Sir
Stephen y por qué le confiaba él aquel papel de alcahueta que tan mal le iba?) fuera testigo de
que ella también —como tantas otras quizás, a las que también ella había conducido, ¿quién
sabe?— mereciera ser utilizada por Sir Stephen. Porque Sir Stephen la quería, sin duda, y O
comprendía que no estaba lejos el día en que él no se limitaría ya a dejárselo entrever sino
que se lo diría, pero también, a medida que crecían su amor y su deseo, él era más exigente. Y
así O pasaba con él las mañanas enteras en las que, a veces, apenas la tocaba y sólo quería
que le acariciara y que se prestara a lo que él le pedía con una actitud que no cabe definir