leía más que un poco de repugnancia en el rictus de la boca. Después, las acompañaba a casa y,
en el coche descubierto, con los cristales bajados, el viento de la noche y la velocidad
agitaban el cabello rubio y espeso de Jacqueline contra sus mejillas duras, su frente
pequeña y sus ojos. Ella sacudía la cabeza para echarlo hacia atrás y lo peinaba con la
mano como hacen los muchachos. Una vez admitido que vivía en casa de O y que O era la
amante de René, Jacqueline parecía encontrar naturales las familiaridades de René. No oponía
el menor reparo a que René entrara en su habitación, con el pretexto de buscar algún
documento, lo cual no era verdad, y O lo sabía, pues ella misma había vaciado los cajones
del gran secreter holandés, con flores de marquetería y tapa forrada de piel, siempre abierta,
que tan mal armonizaba con René. ¿Por qué lo tenía? ¿Quién se lo había dado? Su pesada
elegancia y sus maderas claras eran el único lujo de la habitación, un tanto sombría, que
se abría a un patio, orientada al Norte y cuyas paredes color gris acero y suelo frío encerado
ofrecían un fuerte contraste con las alegres piezas que daban al muelle. Tanto mejor. Así
Jacqueline no se sentiría a gusto. Así se avendría más fácilmente a compartir con O las dos
habitaciones de delante, a dormir con O, como aceptara desde el primer día compartir el
baño, la cocina, los maquillajes, los perfumes y las comidas. Pero O se equivocaba. Jacqueline
se aferraba apasionadamente a todo aquello que le pertenecía —a su perla rosa, por ejemplo
—, pero demostraba una indiferencia absoluta hacia todo lo que no fuera suyo. Si hubiera
vivido en un palacio, no se habría interesado por él más que si le hubieran dicho: este palacio
es tuyo y se lo hubieran demostrado con acta notarial. Que el cuarto gris fuera acogedor o
no le tenía sin cuidado y no fue por escapar de ella por lo que se decidi ó a dormir en la
cama de O. Tampoco, para demostrar a O un agradecimiento que no sentía y que, no
obstante, O le atribuyó, muy contenta de abusar de él, o así lo creía ella. A Jacqueline le
gustaba el placer y encontraba práctico y agradable recibirlo de una mujer entre cuyas
manos no se arriesgaba a nada.
Cinco días después de deshacer sus maletas, cuyo contenido O le ayudó a guardar en los
armarios, alrededor de las diez, cuando