Natalie en un colegio de los alrededores de París y a su madre le pasaba una mensualidad
que permitía vivir mediocremente en una ociosidad que, para ellas, era el paraíso, a las tres
mujeres y a la criada, y también a Jacqueline, hasta aquel día. Lo que Jacqueline ganaba con
su profesión de maniquí y no gastaba en maquillajes, ropa interior, calzado de lujo o tra jes
de gran modista —a precio de favor, pero, aun así, muy caros—, desaparecía en la bolsa
familiar. Desde luego, a Jacqueline no le hubiera costado trabajo encontrar a un protector y
ocasiones no le habían faltado. Aceptó a uno o dos amantes, no tanto porque le gustaban —no
le desagradaban— como para demostrarse a sí misma que podía inspirar deseo y amor. El
único rico de los dos —el segundo—, le regaló una hermosa perla un poco sonrosada, la cual
ella llevaba en la mano izquierda. Pero ella no quiso ir a vivir con él y como él se negó a
casarse, lo dejó sin gran pesar, contenta de no estar encinta. (Durante varios días, creyó
estarlo y vivió en la inquietud.) No; vivir con un hombre era denigrante, era comprometer su
futuro, era hacer lo que había hecho su madre con el padre de Natalie. Imposible. Pero con O
era distinto. Las apariencias permitirían hacer creer que Jacqueline se instalaba en casa de
una compañera de trabajo y compartía con ella los gastos. O desempeñaría una doble función: para Jacqueline sería el amante que mantiene a la mujer que ama y, de cara a la gente,
sería su garantía de moralidad. La presencia de René no era lo bastante oficial para resultar
comprometedora. Pero, en el fondo, ¿quién podría decir si no fue precisamente aquella
presencia el verdadero móvil de su aceptación? De todos modos, en O, y sólo en ella, recayó la
responsabilidad de hablar con la madre de Jacqueline. O nunca se sintió tan vivamente en
el papel del traidor, del espía, del enviado de una organización criminal como cuando estuvo
frente a aquella mujer que le daba las gracias por su amis tad para con su hija. Al mismo
tiempo, desde el fondo de su corazón, estaba negando su misión y el motivo de su
presencia allí. Sí, Jacqueline iría a su casa, pero O nunca, nunca podría obedecer a Sir
Stephen hasta el extremo de entregar a Jacqueline. Y sin embargo... Porque, apenas instalada
Jacqueline en casa de O, donde se le dio —a instancias de René— la habitación que éste
aparentaba ocupar a veces (aparentaba sólo, pues siempre dormía en la gran cama de O), O,
inesperadamente, se sintió acometida por el violento deseo de poseer a Jacqueline costase lo
que costase, aunque para ello tuviera que entregarla. Después de todo, se decía, la belleza
de Jacqueline bastaba por sí sola para protegerla: « ¿Por qué tengo yo que inmiscuirme? Y,
aunque la conviertan en lo que yo me he convertido, ¿es eso tan gran desgracia?» No se
atrevía casi a confesarse y, sin embargo, trastornada al imaginar la satisfacción de ver a
Jacqueline desnuda e indefensa al lado de ella y como ella.
La semana en la que Jacqueline se mudó, con el permiso de su madre, René se mostró
muy atento, y un día sí y otro no invitaba a las dos muchachas a cenar y al cine. Elegía
siempre películas policíacas, de traficantes de drogas o de trata de blancas. Se sentaba entre
las dos, tomaba suavemente una mano a cada una y no decía palabra. Pero, en las escenas de
violencia, O le veía espiar el rostro de Jacqueline, en busca de alguna emoción. En él no se