cama no se hacía nunca y la sábana estaba gris y grasienta, porque Jacqueline nunca se
acostaba sin untarse de crema y se dormía muy aprisa para pensar en quitársela. En otro tiempo, una cortina debía de disimular el lavabo. Ahora no quedaban más que dos anillas de las
que colgaban unos hilos. Nada conservaba su calor, ni la alfombra, ni el papel cuyas flores rosa
y gris trepaban como una vegetación enloquecida y petrificada sobre un enrejado blanco. Habría
que arrancarlo todo, desnudar las paredes, tirar las alfombras y rascar el techo. Pero, ante
todo, quitar las rayas de mugre del lavabo, limpiar y ordenar los frascos de des-maquillador y
los tarros de crema, quitar el polvo de la polvera, del tocador, tirar los algodones su cios,
abrir las ventanas. Pero, erguida, limpia y oliendo a limón y a flores silvestres, impecable y
pulcra, Jacqueline se reía de su cubil. Aunque de lo que no podía ella reírse era de su familia.
Fue por el cubil, del que O le habló cándidamente, por lo que René hizo a O la proposición
que debía cambiar su vida, pero fue por su familia por lo que Jacqueline la aceptó. La
proposición era que Jacqueline fuese a vivir con O. Y es que decir familia es poco; aquello
era una tribu, más aún, una horda. Abuela, tía, madre y hasta una criada, cuatro mujeres
entre los cincuenta y los setenta años, pintadas, chillonas, ahogadas de seda negra y de
azabache, lagrimeando a las cuatro de la madrugada entre el humo de los cigarrillos, al
resplandor rojo de los iconos, cuatro mujeres viviendo siempre entre el tintineo de los vasos
de té y el siseo áspero de una lengua que Jacqueline hubiera dado media vida por olvidar. La
ponía frenética tener que obedecerlas, tener que oírlas y hasta tener que verlas. Cuando veía a
su madre llevarse un terrón de azúcar a la boca antes de beber el té, ella dejaba su propio
vaso y se encerraba en su madriguera seca y polvorienta, dejando a las tres, su abuela, su
madre y la hermana de su madre, las tres vestidas de negro, con el pelo teñido de negro y las
cejas juntas, con los ojos grandes cargados de reproches, en la habitaci ón de su madre que
hacía las veces de salón y en la que la criada acababa por reunirse con ellas. Ella huía,
cerrando las puertas tras sí y ellas gritaban:
—Choura, Choura, palomita...
Como en las novelas de Tolstói. Porque no se llamaba Jacqueline. Jacqueline era su
nombre profesional, un nombre para olvidar su verdadero nombre y, con su verdadero
nombre, el gineceo sórdido y tierno, para insertarse en la vida francesa, en un mundo sólido,
en el que hay hombres que se casan contigo y que no desaparecen en misteriosas expediciones,
como el padre al que ella no llegó a conocer, un marino báltico que se perdió entre los hielos
polares. Sólo se parecía a él, se repetía con rabia y placer, a él, de quien había heredado el
pelo, los pómulos, la piel trigueña y los ojos rasgados. Lo único que agradecía a su madre
era que le hubiera dado por padre a aquel demonio rubio que la nieve se había tragado,
como a otros se los traga la tierra. Pero le reprochaba que lo hubiera olvidado lo suficiente
para que, un buen día, naciera de una aventura fugaz, una morena, una hermanastra que fue
inscrita como de padre desconocido, que se llamaba Natalie y tenía ahora quince años. A
Natalie sólo la veían durante las vacaciones. A su padre, nunca. Pero pagaba la pensión de