cosas que hacían nacer aquella sonrisa sin que Jacqueline lo advirtiera. Una, los regalos, y la
otra, la evidencia del deseo que inspiraba, con la condición, eso sí, de que este deseo
procediera de alguien que pudiera serle útil o halagar su vanidad. ¿En qué podía O serle
útil? ¿No sería que, excepcionalmente, a Jacqueline le complacía que ella la deseara tanto
porque la admiración de O la satisfacía como porque el deseo de una mujer no encierra
peligro ni trae consecuencias? De todos modos, O estaba convencida de que si, en lugar de
regalar a Jacqueline un broche de nácar o el último pañuelo de Hermes con «Te quiero»
estampado en todos los idiomas del mundo, desde el japonés al iroqués, le diera los diez o
veinte mil francos que siempre parecía estar necesitando, Jacqueline hubiera encontrado
pronto ese tiempo que decía faltarle para ir a almorzar o a merendar a casa de O y hubiera
cesado de esquivar sus caricias. Pero no llegó a demostrarlo. Apenas habló de ello con Sir
Stephen cuando Re