faldas largas, ligeras y vaporosas que les llegaban hasta los pies, corpiños muy ajustados que
les levantaban el busto, abrochados delante y encaje en el escote y en las bocamangas que les
llegaban por el codo; llevaban los ojos y la boca pintados, así como una gargantilla muy
ajustada al cuello y pulseras ceñidas a las muñecas.
Sé que entonces soltaron las manos de O, que todavía tenía atadas a la espalda y le
dijeron que debía desnudarse, que la bañarían y maquillarían. La desnudaron y guardaron
sus ropas en uno de los armarios. No dejaron que se bañara sola y la peinaron como en la
peluquería, sentándola en uno de esos sillones que se inclinan hacia atrás cuando te lavan la
cabeza y que a continuación se levantan cuando te ponen el secador, después del marcado.
Para todo esto se necesita por lo menos una hora. Y tardaron, efectivamente, más de una
hora, durante la cual ella permaneció sentada en aquel sillón, desnuda, sin poder cruzar las
piernas, ni siquiera juntar las rodillas. Y como delante tenía un gran espejo que cubría toda
la pared, en la que no había tocador, cada vez que su mirada tropezaba con el espejo, se veía
así abierta.
Cuando estuvo peinada y maquillada, con los párpados sombreados ligeramente, la boca
muy roja, los pezones sonrosados y el borde de los labios mayores carmín, mucho perfume en
las axilas y el pubis, en el surco formado por los muslos, debajo de los senos y en las palmas
de las manos, la hicieron entrar en una habitación en la que un espejo de tres cuerpos y
otro espejo adosado a la pared le permitían verse perfectamente. Le dijeron que se sentara en
el taburete colocado en el centro del espacio rodeado de espejos y que esperara. El taburete
estaba tapizado de piel negra de pelo largo que le hacía cosquillas, la alfombra también era
negra y las paredes, rojas. Calzaba chinelas rojas. En una de las paredes del gabinete hab ía
un ventanal que daba a un hermoso y sombrío parque. Había dejado de llover, los árboles se
agitaban al viento y la luna corría entre las nubes. No sé cuánto tiempo estuvo en el gabinete
rojo, ni si estaba realmente sola como creía estarlo, o si alguien la observaba por alguna
mirilla disimulada en la pared. Lo cierto es que cuando volvieron las dos mujeres, una
llevaba una cinta métrica y la otra un cesto. Las acompañaba un hombre, vestido con una larga
túnica violeta, de mangas anchas recogidas en el puño, que se abría desde la cintura cuando
andaba. Debajo de la túnica se le veían unas a modo de calzas ceñidas que le cubrían las
piernas, pero dejaban el sexo al descubierto. Fue el sexo lo primero que O vio a su primer
paso, después el látigo de tiras de cuero que llevaba colgado del cinturón y, posteriormente,
que el hombre tenía la cara cubierta por una capucha negra en la que un tul negro disimulaba
incluso los ojos y finalmente que llevaba guantes, también negros, de fina cabritilla. Le dijo
que no se moviera, tuteándola y, a las mujeres, que se dieran prisa. La que llevaba el
centímetro tomó las medidas del cuello y de las muñecas de O. Eran medidas corrientes,