Le hablaba en inglés, pero con una voz baja y sorda que no podía oírse desde las mesas
vecinas. Cuando los camareros se acercaban, él se interrumpía a media frase para continuarla
cuando se alejaban. Lo que decía parecía insólito en aquel lugar público y apacible y, sin
embargo, lo más insólito era que él pudiera decirlo y O escucharlo con tanta naturalidad.
Ante todo, él le recordó que la primera noche en que ella estuvo en su casa él le dio una
orden que ella no obedeció y le hizo observar que, aunque entonces la abofeteó, nunca le
había repetido la orden. ¿Le concedería en lo sucesivo lo que entonces le negó? O
comprendió que no sólo tenía que acceder, sino que era preciso afirmar explícitamente que
ella estaba dispuesta a acariciarse cada vez que él se lo pidiera. Así se lo dijo y pensó en el
salón amarillo y gris, la marcha de René, su rebelión de la primera noche, el fuego que
brillaba entre sus rodillas separadas mientras ella yacía desnuda sobre la alfombra. Aquella
noche, en aquel mismo salón... Pero no; Sir Stephen no concretaba. Seguía hablando. Le
hizo observar también que René nunca la había poseído en su presencia (ni ningún otro
hombre) como la había poseído él (y, en Roissy, otros muchos) en presencia de René. No
debía deducir de ello que sólo René le infligiría la humillación de obligarla a entregarse a un
hombre que no la amaba —y tal vez de gozar con ello— delante de un hombre que la amaba.
(Insistía en ello con tanta brutalidad: muy pronto, ella abrir ía su vientre, su dorso y su boca
a aquellos de sus amigos que la solicitaran, que O se preguntó si aquella brutalidad no
estaría dirigida contra sí mismo tanto como contra ella y no retuvo más que el final de la
frase: un hombre que la amaba. ¿Qué más confesión quería?) Además, él mismo la llevaría a
Roissy durante el verano. ¿Nunca se había extrañado del aislamiento en que la mantenían,
primero René y luego él? Los veía siempre solos, ya fuera juntos o por separado. Cuando Sir
Stephen daba una fiesta en su casa, no la invitaba. Nunca almorzó ni cenó en su casa de la
calle Poitiers. Y René tampoco le había presentado a sus amigos, aparte Sir Stephen.
Seguramente seguiría manteniéndola apartada, pues Sir Stephen detentaba ahora el privilegio
de disponer de ella. Pero que no creyera que por ser de él iba a dejar de ser propiedad
privada; todo lo contrario. (Lo que más trastornaba a O era pensar que Sir Stephen iba a ser
para ella lo mismo que era René, exactamente.) La sortija de hierro que llevaba en la mano
izquierda — ¿y no se acordaba de que se la habían elegido tan ajustada que tuvo que hacer
un esfuerzo para ponérsela y no podía quitársela?— era la señal de que era esclava, pero esclava común. La casualidad quiso que desde el otoño no hubiera conocido a afiliados a Roissy
que reparasen en sus hierros o que se dieran por enterados. La palabra hierros utilizada en
plural, en la que había creído ver un doble sentido cuando Sir Stephen le dijo que le
sentaban bien los hierros, no era un equívoco, sino una fórmula de reconocimiento. Sir
Stephen no tenía necesidad de utilizar la segunda fórmula, a saber: de quién eran los hierros
que ella llevaba. Pero si hoy le hicieran a O la pregunta, ¿qué respondería? O titubeó:
—De René y de usted —dijo.
—No —rectificó Sir Stephen—. Míos ante todo. René desea que, en primer lugar,