en realidad, no lo deseaba. Entonces, levantó la mirada, la posó en las peonías y advirtió
que Sir Stephen le miraba atentamente los labios. ¿La escuchaba o sólo estaba atento al
sonido de su voz y al movimiento de sus labios? Ella calló bruscamente y la mirada de Sir
Stephen se cruzó con la suya. Lo que leyó en ella estaba ahora tan claro y fue también tan
claro para él que ella había sabido interpretarlo, que ella palideció a su vez. Si la quería, ¿le
perdonaría que lo hubiera advertido? Ella no podía desviar la mirada, ni sonreír, ni hablar. Si
la quería, ¿habría cambiado algo? Aunque la hubieran amenazado de muerte, ella no hubiera
podido hacer ni un movimiento y, de haber querido escapar, sus piernas no la hubieran
sostenido. Sin duda, él nunca querría de ella nada más que la sumisión a su deseo, mientras
le durase el deseo. Pero, ¿bastaba el deseo para explicar que, desde el día en que René se la
entregó, la reclamara con más frecuencia cada vez y la retuviera por más tiempo y, en
ocasiones, por su sola presencia, sin pedirle nada? Él estaba mudo e inmóvil como ella; en la
mesa contigua, unos hombres de negocios hablaban y bebían un café tan negro y fuerte que el
aroma llegaba hasta ellos dos; dos norteamericanas, cuidadas y despectivas, encendían
cigarrillos entre plato y plato; la grava crujía bajo las pisadas de los camareros. Uno de ellos
se adelantó para llenar la copa de Sir Stephen, vacía en sus tres cuartas partes. Pero, ¿por qué
servir de beber a una estatua, a un sonámbulo? El ho