de ella, era el que hablaba y sus palabras, así como las respuestas de René, indicaban que
había reanudado una conversación mantenida con frecuencia y cuyo tema era ella. Se trataba
de cómo sacar de ella el mejor partido y comunicarse lo que cada cual había descubierto en
ella. Sir Stephen afirmó que O resultaba infinitamente conmovedora con el cuerpo marcado,
cualesquiera que fuesen las marcas, porque, si más no, éstas impedían que disimulara e
indicaban que con ella todo estaba permitido. Porque una cosa era saberlo y, otra, ver la
prueba palpable. Tenía razón René, dijo Sir Stephen, al desear que fuera azotada. Decidieron
que en lo sucesivo lo sería, no ya por el placer que pudieran producir sus gritos y sus lágrimas, sino para que tuviera siempre alguna señal. O los escuchaba, tendida todavía encima
de la mesa y ardiendo, inmóvil. Le parecía que, por una extraña sustitución, Sir Stephen
hablaba por ella y en su lugar, como si él hubiera estado en su propio cuerpo y sentido la
inquietud, la angustia, la vergüenza y también el secreto orgullo y el placer desgarrador
que ella sentía, especialmente cuando estaba sola entre la gente, en la calle, en un autobús
o en el estudio entre los electricistas y las maniqu íes, cuando se decía que si a cualquiera
de aquellas personas le ocurría un accidente y había que tenderla en el suelo o llamar a un
médico, aunque estuviera desmayada y desnuda, seguiría guardando su secreto; pero ella no.
Porque su secreto no dependía sólo de su silencio, no dependía de ella sola. Aunque lo deseara,
ella no podía permitirse el menor capricho, y a esto se refería una de las preguntas de Sir Stephen sin delatarse inmediatamente, no podía permitirse las cosas más inocentes, como jugar
al tenis o nadar. Le resultaba grato que ello le estuviera vedado materialmente, como las rejas
del convento impiden materialmente a las enclaustradas ser dueñas de sí mismas y escapar.
Por esta misma causa, ¿cómo exponerse a que Jacqueline la rechazara al tener que explicarle,
si no toda la verdad, por lo menos, parte de la verdad?
El rayo de sol se había desplazado de su rostro. Tenía los hombros pegados a las fotos
sobre las que estaba tumbada. Sintió en la rodilla la tela áspera de la chaqueta de Sir Stephen
que se había acercado a ella. René y él la tomaron por una mano cada uno y la pusieron de
pie. René recogió la chinela. Había que vestirse. Durante el almuerzo, en Saint-Cloud, a orillas
del Sena, cuando se quedaron solos, Sir Stephen volvió a interrogarla. Al pie de un seto de
alheñas que delimitaba la explanada umbría en la que se agrupaban las mesas del restaurante
cubiertas con manteles blancos, había un arríate de peonías granate recién abiertas. O tardó
mucho rato en calentar, con sus muslos desnudos, la silla de hierro en la que se había
sentado, obediente, levantando la falda, antes de que Sir Stephen se lo ordenara. Se oía el
rumor del agua contra las barcas amarradas a una plataforma de planchas, al extremo de la
explanada. Sir Stephen estaba frente a O, que hablaba despacio, decidida a no decir una sola
palabra que no fuera cierta. Lo que Sir Stephen quería saber era por qué le gustaba
Jacqueline. ¡Ah, no era difícil! Era demasiado hermosa para O, como esas muñecas, tan
grandes como ellos, que se da a los niños pobres y que ellos nunca se atreven a tocar. Al
mismo tiempo, ella sabía muy bien que si no le hablaba, si no se acercaba a ella era porque,