Stephen, en un inglés preciso, le hacía preguntas y más preguntas, las que menos esperaba
O. Pero, apenas empezó a hablar, se interrumpió para obligarla a tenderse en el sillón, con
la pierna izquierda descansando en el brazo del sillón y la otra doblada hacia atrás. O, a plena
luz se ofreció entonces en el espejo, a su mirada y a la de Sir Stephen abierta como si un
amante invisible acabara de retirarse de ella. Sir Stephen reanudó su interrogatorio, con una
firmeza de juez y una habilidad de confesor. O no le veía hablar, pero se veía responder.
Después de su regreso de Roissy, ¿se había entregado a algún otro hombre además de René y
él? No. ¿Había deseado entregarse a otros que hubiera conocido? No. ¿Se acariciaba por la
noche cuando estaba sola? No. ¿Tenía amigas por las que se dejaba acariciar o a las que ella
acariciaba? No (el tono era más vacilante). ¿Y amigas a las que deseaba? Pues Jacqueline,
pero, amiga, era mucho decir. Camarada sería más adecuado, o compañera. Sir Stephen le
preguntó entonces si tenía fotos de Jacqueline y la ayudó a levantarse, para ir a buscarlas.
Y en el salón los encontró René, que entraba sin aliento, después de subir cuatro pisos
corriendo: O, de pie delante de la mesa grande sobre la que brillaban, en blanco y negro,
como charcos en la noche, las fotos de Jacqueline. Sir Stephen, sentado a medias en la mesa,
iba tomándolas una a una, a medida que O se las pasaba, y volvía a dejarla. Con la otra
mano, sujetaba a O por el vientre. Desde aquel momento, Sir Stephen, que había saludado a
René sin soltarla —incluso sintió que hundía su mano más profundamente— no volvió a
dirigirle la palabra y sólo habló con René. El motivo le pareció evidente: Estando René
presente, el acuerdo entre Sir Stephen y él se establecía a propósito de ella, pero
independientemente de ella; ella no era su ocasión ni su objeto, no había necesidad de seguir
preguntándole ni de que ella respondiera, lo que ella tenía que hacer y hasta lo que tenía
que ser se decidía sin consultarle. Eran casi las doce. El sol que daba de lleno en la mesa
rizaba el borde de las fotos. O deseaba apartarlas y alisarlas para que no se estropearan.
Pero estaba insegura de sus movimientos y a punto de gemir, de lo que le quemaba la mano
de Sir Stephen. No consiguió moverlas, gimió efectivamente y se encontró tendida de espaldas
encima de la mesa, entre las fotos, con las piernas colgando donde la había lanzado Sir
Stephen al apartarse bruscamente de ella. Los pies no le llega ban al suelo y una de sus
chinelas resbaló y cayó sin ruido en la alfombra blanca. El sol