¿Por qué en presencia de Sir Stephen René se abstenía no sólo de tomarla, sino incluso
de darle órdenes? (Nunca hacía más que transmitir las de Sir Stephen.) Ella se lo preguntó,
aunque de antemano conocía la respuesta:
—Por respeto —dijo René.
—Pero yo soy tuya —protestó O.
—Tú eres de Sir Stephen ante todo.
Y era cierto, por lo menos en el sentido de que la preferencia que daba René a su amigo
para disponer de ella era total y los menores deseos de Sir Stephen eran antepuestos a las
decisiones de René o a sus propias peticiones. Si René decidía que irían los dos a cenar y al
teatro y Sir Stephen lo llamaba una hora antes para reclamar a O, René iba a buscarla al
estudio según lo convenido, aunque para acompañarla hasta la puerta de Sir Stephen y dejarla allí. Una vez, una sola vez, O pidió a René que rogara a Sir Stephen que cambiara de día,
pues ella deseaba acompañarlo a una fiesta a la que habían de ir los dos juntos. René se
negó.
—Pobrecita, ¿todavía no has comprendido que no eres dueña de ti misma y que ya no soy
yo quien dispone de ti?
No sólo se negó, sino que informó a Sir Stephen de la petición de O y, delante de ella, le
rogó que la castigara con tal crueldad que ella no se atreviera siquiera a imaginar que podía
rehuir sus órdenes.
—Desde luego —respondió Sir Stephen.
Estaban en la pequeña habitación ovalada con suelo de marquetería cuyo único mueble
era una mesa negra con incrustaciones de nácar y que comunicaba con el salón amarillo y
gris. René no se quedó más que los tres minutos necesarios para traicionar a O y escuchar la
respuesta de Sir Stephen. Luego, saludó a éste con la mano, sonrió a O y s e fue. Por la
ventana, ella lo vio cruzar el patio. Él no se volvió. Se oyó el chasquido de la portezuela del
coche, y el zumbido del motor. En un espejito empotrado en la pared, O veía su propia
imagen: estaba blanca de desesperación y de miedo. Cuando pasó junto a Sir Stephen que,
después de abrir la puerta del salón, se hizo a un lado, ella lo miró maquinalmente: estaba tan
pálido como ella. Súbitamente, como en un relámpago, tuvo la certeza, que se disipó
inmediatamente, de que él la amaba. Aun-que no lo creía y se burlaba de sí misma por haberlo
pensado, sintió cierto consuelo y se desnudó dócilmente a un ademán de él. Entonces, por
primera vez desde que la mandaba a buscar dos o tres veces por semana y se servía de ella con
lentitud, haciéndola esperar desnuda hasta una hora antes de acercarse a ella, oyendo sus
súplicas sin responderle jamás, porque a veces ella le suplicaba y repetía los mismos ruegos en
los mismos momentos, como en un ritual, de manera que ella sab ía cuándo su boca tenía que
acariciarle y cuándo, arrodillada y con la cara hundida en la seda del sofá, no tenía que ofrecerle más que el dorso en el que él penetraba ya sin lastimarla, por lo mucho que se había
abierto a él, por primera vez y a pesar del miedo que la descomponía —o tal vez a causa de