intangible. El obstáculo no estaba en Jacqueline, estaba en el mismo corazón de O y nunca
había experimentado algo parecido. Y es que René la dejaba libre y ella detestaba su libertad.
Su libertad era peor que cualquier cadena. Sin necesidad de decir una sola palabra, en más de
diez ocasiones hubiera podido coger a Jacqueline por los hombros y clavarla a la pared, como
se clava a una mariposa con un alfiler. Jacqueline no se hubiera movido, seguramente ni hubiera sonreído. Pero O ahora era como esas fieras salvajes que, cautivas, sirven de señuelo al
cazador o que cazan por él y no atacan más que por orden suya. Y era ella la que, a veces,
pálida y temblorosa, se apoyaba en la pared, clavada por su obstinado silencio y feliz de
callar. Esperaba más que un permiso, pues el permiso lo tenía ya. Esperaba una orden. Y la
orden no le vino de René, sino de Sir Stephen.
—
A medida que pasaban los meses, desde que René la había entregado a Sir Stephen, O iba
dándose cuenta con espanto de la creciente importancia que adquiría éste a los ojos de su
amante. Aunque, por otra parte, pensaba que podía estar equivocada al imaginar una
progresión en unos sentimientos cuando la progresión no estaba sino en la revelaci ón de
tales sentimientos. Lo cierto es que, últim [Y[