por fin con valor suficiente para afrontar a Jacqueline. En invierno le parecía demasiado
remota y triunfante bajo sus pieles, irisada, inaccesible. Y lo sabía. La primavera la reducía a
los trajes de chaqueta, los tacones bajos y los jerseys. Por fin, con su melena corta y recta,
se parecía a las colegialas insolentes de diecis éis años que O, colegiala también, agarraba
por las muñecas y empujaba hacia cualquier vestuario vacío, contra los abrigos. Los abrigos se
caían de las perchas y O se retorcía de risa. Llevaban blusas de uniforme de algodón crudo,
con las iniciales rojas bordadas en el pecho. Con tres años de intervalo y a tres kilómetros
de distancia, en otro liceo, Jacqueline había llevado las mismas blusas. O se enteró por
casualidad un día en que Jacqueline posó con ropa de casa y comentó suspirando que si en
el liceo hubieran tenido delantales tan bonitos como aquéllos, hubiera sido más feliz. O
también si hubieran llevado las de reglamento sin nada debajo.
— ¿Cómo sin nada? —preguntó O.
—Pues sin vestido, caramba —dijo Jacqueline.
Al oírlo, O enrojeció. No se acostumbraba a ir desnuda bajo el vestido. Se sentía tan desnuda
como aquella italiana de Verona que fue a ofrecerse al jefe de los sitiadores para liberar a
su ciudad: desnuda bajo un manto que no había más que entreabrir. Le parecía que era
también para redimir algo, como la italiana, pero, ¿el qué? ¡Qué segura de sí estaba
Jacqueline! Ella no tenía nada que redimir. No necesitaba tranquilizarse, le bastaba un
espejo. O la miraba con humildad y pensaba que, para no quedar mal, no se le podían ofrecer
más que magnolias, pues sus pétalos gruesos y mates viran lentamente al bistre cuando se
marchitan; o camelias, pues, a veces, en sus pétalos de cera, un matiz rosado se mezcla a su
blancura. A medida que se alejaba el invierno, el leve bronceado que doraba el cutis de
Jacqueline, se borraba como el recuerdo de la nieve. Muy pronto no iba a necesitar más
que camelias. Pero O temía que se burlara de ella con estas flores de melodrama. Un día le
llevó un gran ramo de jacintos azules, con un olor como el de las tuberosas, que marea:
oleoso, violento, tenaz, precisamente el olor que deberían tener las camelias y no tienen.
Jacqueline hundió entre las flores rígidas y frescas su nariz de mongol y sus labios desde
hacía quince días pintados color de rosa en lugar de rojo.
— ¿Son para mí? —preguntó como hacen las mujeres a las que todo el mundo está
siempre regalando cosas. Después dio las gracias y preguntó si René iría a recoger a O. Sí;
iría, dijo O. Iría, se repitió y por él levantaría Jacqueline durante un segundo sus ojos
semejantes a agua fría que no miraban de frente. A ella no haría falta enseñarle nada: ni a
callar, ni a dejar las manos abiertas y los brazos caídos a lo largo del cuerpo, ni a echar
hacia atrás la cabeza. O se moría de ganas de agarrarla por la nuca, de tirar de aquellos
cabellos tan claros y reseguir, por lo menos con el dedo la línea de sus cejas. Pero René lo
desearía también. Ella sabía bien por qué había perdido su intrepidez, por qué deseaba a
Jacqueline desde hacía dos meses sin haberse permitido confesarlo ni con un gesto y por qué
trataba de explicar su reserva con fútiles pretextos. No era porque Jacqueline fuera