Literatura BDSM Historia de O | Page 53

suaves labios pintados que cedían bajo los suyos, del brillo de esmalte o de nácar de los ojos que se entornan en la penumbra de los divanes, a las cinco de la tarde, con las cortinas corridas y la lámpara de la chimenea encendida, de las voces que dicen: otra vez, por favor, otra vez... del persistente aroma marino que le quedaba en los dedos, aquel deseo era real y profundo. Y no menos viva era la satisfacción que le producía la caza. Probablemente, no por la caza en sí, por apasionante o divertida que fuera, sino por la perfecta libertad que le hacía sentir. Ella y ella sola era quien tomaba la iniciativa (cosa que nunca hacía con los hombres, a no ser veladamente). Suyas eran las palabras, ella daba las citas, ella era la primera en besar. Y, desde que tuvo amantes, no toleraba que la muchacha a la que acariciaba la acariciase a su vez. Tenía prisa por ver a su amiga desnuda, pero a ella le parecía inútil desnudarse. A veces, buscaba pretextos para evitarlo: decía que tenía frío o que estaba en un día malo. Además, pocas eran las mujeres en las que no encontraba alguna gracia. Recordaba que, recién salida del liceo, quiso seducir a una muchacha fea y antipática que siempre estaba de mal humor, sólo porque tenía una gran mata de pelo rubio matizado en luces y sombras que caía en mechas mal cortadas sobre una piel apagada, aunque fina y mate. Pero la muchacha la echó y si un día el placer iluminó aquel rostro ingrato, O no lo vio. Porque a O le encantaba ver extenderse sobre los rostros ese hálito que los hace tan tersos y jóvenes, con una juventud intemporal que no los devuelve a la infancia, pero que hincha los labios, agranda los ojos como un maquillaje y pone destellos y transparencia en las pupilas. Había en aquel sentimiento más admiración que amor propio, pues no era su obra lo que la conmovía. En Roissy, sintió la misma turbación ante el rostro transfigurado de una muchacha poseída por un desconocido. La desnudez, el abandono de los cuerpos la trastornaban y le parecía que sus amigas le hacían un regalo al que ella nunca podía corresponder, cada vez que consentían aunque no fuera más que a mostrarse desnudas en una habitación cerrada. Y es que la desnudez de las vacaciones, al sol, en la playa, la dej X