Literatura BDSM Historia de O | Page 52

sordo presentimiento, un aviso de desgracia: porque también podía olvidar advertirla si lo que le retenía era una partida de golf o de bridge o tal vez otra cara, porque él quería a O, pero era libre porque estaba seguro de ella y podía sentirse ligero, ligero. ¿No llegaría un día de muerte y cenizas, en el que la locura resultaría realidad y la cámara de gas no volvería a abrirse? Ah, que dure el milagro, que no pierda la gracia, ¡René, no me dejes! O no veía, se negaba a ver cada día más allá del día siguiente o el otro, cada semana más allá de la semana siguiente. Y cada noche pasada con René era para siempre. René llegó por fin a las siete, tan contento de volver a verla que la abrazó delante del electricista que estaba reparando un foco, de la modelo pelirroja que salía del vestuario y de Jacqueline, a la que nadie esperaba y que había entrado bruscamente pisándole los talones. —Es encantador —dijo Jacqueline a O—. Pasaba por aquí y entré a buscar mis últimos clisés, pero ya veo que no es el momento. Me voy. —Por favor, señorita —dijo René sin soltar a O, a la que abrazaba por la cintura—, no se vaya. O hizo las presentaciones. La modelo pelirroja, ofendida, volvió a entrar en el vestuario y el electricista fingía estar ocupado. O miraba a Jacqueline y sentía que René seguía la dirección de su mirada. Jacqueline llevaba un conjunto de esquí de los que únicamente llevan las estrellas que no esquían. El jersey negro dibujaba sus senos pequeños y muy separados y el pantalón, sus piernas largas de doncella de las nieves. En ella todo sugería la nieve: el reflejo azulado de su chaqueta de foca gris era la nieve en la sombra y la luz escarchada de sus cabellos y sus cejas, la nieve al sol. Llevaba los labios pintados de un rojo que tiraba a capuchina y, cuando levantó la mirada hacia O sonriendo, O se dijo que era imposible resistirse al deseo de beber en aquellas aguas verdes y movedizas bajo las cejas de escarcha y arrancarle el jersey para posar las manos sobre sus senos demasiado pequeños. Y es que, apenas había vuelto a ver a René cuando, con la seguridad que le daba su presencia, ya había recobrado el gusto por los demás, por sí misma y por el mundo. Salieron los tres juntos. En la rue Royale, la nieve que había estado cayendo a grandes copos durante dos horas, ya no volaba más que en pequeñas motas que les picoteaban la cara. La sal esparcida en la acera crujía bajo las suelas de sus zapatos y descomponía la nieve. O sintió cómo el hálito helado que despedía le subía por las piernas y penetraba en sus muslos desnudos. O tenía una idea muy concreta de lo que buscaba en las muchachas. No era que tratara de rivalizar con los hombres ni compensar, con una conducta masculina, una inferioridad de sexo que ella no sentía en modo alguno. Cierto que, a los veinte años, cuando hacía la corte a las más bonitas de sus compañeras, se sorprendía a sí misma quitándose la boina para saludarla, haciéndose a un lado para dejarla pasar o dándole la mano para bajar del taxi. Tampoco podía sufrir no pagar cuando salían juntas a merendar. Le besaba la mano y, si se terciaba, también la boca, en la calle, si ello era posible. Pero eran modales que asumía más para dar escándalo que por convicción. Por el contrario, el deseo que sentía de aquellos