flujo vital. De manera que cuando René la soltaba —o ella imaginaba que la soltaba—,
cuando parecía ausente o se alejaba con un aire que a O le parecía de indiferencia, o cuando
pasaba varios días sin verla y sin contestar a sus cartas y ella creía que no quería volver a
verla o que ya no la amaba, le parecía que se ahogaba. La hierba se tornaba negra, el día ya
no era el día ni la noche la noche, sino máquinas infernales que hacían alternar la luz y la
oscuridad para mortificarla. El agua clara le daba náuseas. Se sentía estatua de ceniza,
acre, inútil y condenada como las estatuas de sal de Gomorra. Porque era culpable.
Aquellos que aman a Dios y a los que Dios abandona en la oscuridad son culpables porque han
sido abandonados. Buscan sus faltas en su memoria. Ella buscaba las suyas. No encontraba más
que insignificantes complacencias, más de disposición que de obra, por los deseos que
despertaba en los demás hombres a los que no prestaba atención sino en la medida en que la
felicidad que le daba el amor de René, la certeza de pertenecer a René, la colmaba, y en el
abandono en el que ella se entregaba a él, la hacía invulnerable, irresponsable y a todos sus
actos, intrascendentes. Pero, ¿qué actos? Porque no se reprochaba sino pensamientos y
tentaciones fugaces. Sin embargo, seguro que era culpable y que, sin querer, René la
castigaba por una falta que no conocía (puesto que era interior) pero que Sir Stephen había
descubierto al instante: la facilidad. O se alegraba de que René la hiciera azotar y la prostituyera porque su apasionada sumisión daba a su amante la prueba de su entrega, pero también
porque el dolor y la vejación del látigo y el ultraje que le infligían los que la forzaban al placer
cuando la poseían y gozaban sin tener en cuenta si ella gozaba o no, le parecían el medio
de conseguir la redención de su falta. Hubo abrazos que le parecieron inmundos, manos que
fueron sobre sus senos un insulto insoportable, bocas que aspiraron sus labios y su lengua
como fláccidas e innobles sanguijuelas, y lenguas y miembros, bestias viscosas que al acariciarse en su boca cerrada, en el surco apretado con todas sus fuerzas de su vientre y de
su dorso, la tensaban de rebeldía hasta que el látigo la reducía, pero a los que al fin se abría
con un asco y un servilismo abominables. Pero, ¿y si, a pesar de todo, Sir Stephen tenía razón?
¿Y si su envilecimiento le fuera grato? Entonces, cuanto mayor fuera su bajeza, más
misericordioso sería René al consentir en hacer de O el instrumento de su placer. Cuando era
niña, leyó, en letras rojas sobre la pared blanca de una habitación en la que se alojó durante
dos meses en el País de Gales, un texto bíblico de los que suelen inscribir los protestantes en
sus casas: «Es terrible caer entre las manos del Dios vivo.» «No —se decía ella ahora—, no
es verdad. Lo terrible es ser rechazado por las manos del Dios vivo.» Cada vez que René
demoraba la hora de verla, como había hecho aquel día, y tardaba —porque ya habían pasado
las seis, y las seis y media—, O se sentía acosada por la locura y la desesperación, y en vano. La
locura para nada y la desesperación para nada. Nada era cierto. René llegaba, estaba a su lado,
no había cambiado, la quería, pero le habían entretenido un consejo de administración o un
traba