Literatura BDSM Historia de O | Page 51

flujo vital. De manera que cuando René la soltaba —o ella imaginaba que la soltaba—, cuando parecía ausente o se alejaba con un aire que a O le parecía de indiferencia, o cuando pasaba varios días sin verla y sin contestar a sus cartas y ella creía que no quería volver a verla o que ya no la amaba, le parecía que se ahogaba. La hierba se tornaba negra, el día ya no era el día ni la noche la noche, sino máquinas infernales que hacían alternar la luz y la oscuridad para mortificarla. El agua clara le daba náuseas. Se sentía estatua de ceniza, acre, inútil y condenada como las estatuas de sal de Gomorra. Porque era culpable. Aquellos que aman a Dios y a los que Dios abandona en la oscuridad son culpables porque han sido abandonados. Buscan sus faltas en su memoria. Ella buscaba las suyas. No encontraba más que insignificantes complacencias, más de disposición que de obra, por los deseos que despertaba en los demás hombres a los que no prestaba atención sino en la medida en que la felicidad que le daba el amor de René, la certeza de pertenecer a René, la colmaba, y en el abandono en el que ella se entregaba a él, la hacía invulnerable, irresponsable y a todos sus actos, intrascendentes. Pero, ¿qué actos? Porque no se reprochaba sino pensamientos y tentaciones fugaces. Sin embargo, seguro que era culpable y que, sin querer, René la castigaba por una falta que no conocía (puesto que era interior) pero que Sir Stephen había descubierto al instante: la facilidad. O se alegraba de que René la hiciera azotar y la prostituyera porque su apasionada sumisión daba a su amante la prueba de su entrega, pero también porque el dolor y la vejación del látigo y el ultraje que le infligían los que la forzaban al placer cuando la poseían y gozaban sin tener en cuenta si ella gozaba o no, le parecían el medio de conseguir la redención de su falta. Hubo abrazos que le parecieron inmundos, manos que fueron sobre sus senos un insulto insoportable, bocas que aspiraron sus labios y su lengua como fláccidas e innobles sanguijuelas, y lenguas y miembros, bestias viscosas que al acariciarse en su boca cerrada, en el surco apretado con todas sus fuerzas de su vientre y de su dorso, la tensaban de rebeldía hasta que el látigo la reducía, pero a los que al fin se abría con un asco y un servilismo abominables. Pero, ¿y si, a pesar de todo, Sir Stephen tenía razón? ¿Y si su envilecimiento le fuera grato? Entonces, cuanto mayor fuera su bajeza, más misericordioso sería René al consentir en hacer de O el instrumento de su placer. Cuando era niña, leyó, en letras rojas sobre la pared blanca de una habitación en la que se alojó durante dos meses en el País de Gales, un texto bíblico de los que suelen inscribir los protestantes en sus casas: «Es terrible caer entre las manos del Dios vivo.» «No —se decía ella ahora—, no es verdad. Lo terrible es ser rechazado por las manos del Dios vivo.» Cada vez que René demoraba la hora de verla, como había hecho aquel día, y tardaba —porque ya habían pasado las seis, y las seis y media—, O se sentía acosada por la locura y la desesperación, y en vano. La locura para nada y la desesperación para nada. Nada era cierto. René llegaba, estaba a su lado, no había cambiado, la quería, pero le habían entretenido un consejo de administración o un traba