comodidad de su cuerpo con relación a las exigencias del de ellos. Tal vez fuera que ella no
estaba acostumbrada a aquel vocabulario, en inglés; pero los únicos términos franceses que le
parecían equivalentes eran de una bajeza absoluta. Aunque, si ella había pasado por tan tas
manos como las prostitutas de los burdeles, ¿por qué iban a tratarla de otro modo?
«Te quiero, René, te quiero —repetía en voz baja en la soledad de su habitación—. Te quiero,
haz de mí lo que tú quieras, pero no me dejes, Dios mío, no me dejes.»
¿Quién se apiada del que espera? Se le reconoce fácilmente: por su mansedumbre, por su
mirada atenta, pero, con una atención falsa, atentos a otra cosa que lo que están mirando: a la
ausencia. Durante tres horas, en el estudio en el que aquella tarde posaba con sombreros una
maniquí pelirroja y llenita a la que O no conocía, estuvo ausente, ensimismada, martirizada por
la prisa y por l