Esta vez, era evidente que había sido entregada definitivamente. René seguiría amándola en
la medida en que a Sir Stephen le pareciera que merecía la pena y en la medida en que él la
amara a su vez. Ahora estaba claro que Sir Stephen sería su dueño y, a pesar de lo que pudiera creer René, su único dueño, en la misma relación que existe entre amo y esclavo. Ella no
esperaba compasión pero, ¿no podría llegar a arrancarle un poco de amor? Recostado en el
gran butacón que ocupaba junto al fuego antes de que se fuera René, la dejó desnuda, de pie
delante de él, después de ordenarle que esperase sus órdenes. Ella esperó sin decir palabra.
Luego, él se levantó y le dijo que lo siguiera. Aún desnuda, con sus sandalias de tacón alto y
sus medias negras, ella subió detrás de él la escalera que partía del descansillo de la planta
baja y entró en una pequeña habitación, tan pequeña que no había sitio más que para una cama
en un rincón y un tocador y una silla entre la cama y la ventana. Aquella pequeña habitación
se abría a otra habitación mayor que era la de Sir Stephen y las dos comunicaban con el
mismo cuarto de baño. O se lavó y se secó —la toalla se manchó un poco de rosa—, se
quitó las sandalias y las medias y se acostó entre las sábanas frías. Las cortinas de la ventana
estaban descorridas, pero, fuera, la oscuridad era total. Antes de cerrar la puerta de
comunicación, estando O ya en la cama, Sir Stephen se acercó a ella y le besó la punta de
los dedos, como hizo en el bar cuando ella bajó del taburete y él le hizo aquel cumplido
sobre su anillo de hierro. De modo que había hundido en ella las manos y el pene, le había
lastimado la boca y la espalda y no se dignaba posar sus labios más que sobre la punta de sus
dedos. O estuvo llorando y no se durmió hasta el amanecer.
Al día siguiente, poco antes de mediodía, el chofer de Sir Stephen llevó a O a su casa. Se
despertó a las diez; una vieja mulata le preparó el baño y le dio su ropa, pero con
excepción de su chaqueta, sus guantes y su bolso, los cuales ella encontr ó sobre el sofá del
salón cuando bajó. El salón estaba vacío y las persianas y las cortinas, abiertas. Frente al sofá,
se veía un jardín estrecho y verde como un acuario, lleno únicamente de hiedra, acebo y bonetero. Cuando se ponía la chaqueta, la mulata le dijo que Sir Stephen había salido y le había
dejado una carta. En el sobre, sólo su inicial. En el pliego, dos líneas: «René ha llamado para
decir que irá a recogerte al estudio a las seis»; y, por firma, una S. Posdata: «La fusta es para
tu próxima visita.» O miró en derredor. Encima de la mesa, colocada entre las dos butacas
en las que se habían sentado Sir Stephen y René, al lado de un florero de rosas amarillas,
había una larga y fina fusta de cuero. La criada la esperaba en la puerta. O se guard ó la
carta en el bolsillo y salió.
De manera que René había llamado a Sir Stephen y no a ella. Una vez en casa, después de
quitarse la ropa y almorzar, envuelta en su bata, aún tuvo tiempo de maquillarse y peinarse
cuidadosa mente y vestirse para ir al estudio, donde debía estar a las tres. El teléfono no sonó.
René no llamaba. ¿Por qué? ¿Qué le habría dicho Sir Stephen? ¿En qué términos habían hablado
de ella? Recordó las palabras con que con tanta naturalidad habían comentado delante de ella la