—Amas a René, pero yo te gusto, entre otros —insistió Sir Stephen.
Sí, le gustaba; pero, ¿cambiaría René cuando se enterase? Ella no pudo sino callar y bajar
los ojos. Mirar a Sir Stephen hubiera sido una confesión. Sir Stephen se inclinó entonces
sobre ella y, tomándola por los hombros, la hizo deslizarse sobre la alfombra. O se encontró
tendida de espaldas, con las piernas en alto y dobladas sobre el cuerpo. Sir Stephen, que se
había sentado en el sofá, en el lugar en el que hacía un instante estaba apoyada ella, le cogió
la rodilla derecha y la atrajo hacia sí. Como ella estaba de cara a la chimenea, la luz del
fuego, muy próximo, iluminaba violentamente el doble surco de su vientre y de su dorso. Sin
soltarla, Sir Stephen le ordenó bruscamente que se acariciara sin juntar las piernas. Ella,
impresionada, alargó dócilmente la mano derecha hacia su vientre y bajo sus dedos, sintió, ya
libre del vello que la protegía, ardiente ya, la arista de carne en la que convergían los frágiles
labios de su vientre. Pero entonces dejó caer la mano y balbuceó:
—No puedo.
No podía, en efecto. Nunca se había acariciado más que furtivamente en la oscuridad, en
su cama tibia, cuando dormía sola, sin buscar nunca el placer hasta el final. Pero, a veces, lo
sentía más tarde, en sueños y se despertaba desilusionada de que hubiera sido tan vivo y tan
fugaz al mismo tiempo. La mirada de Sir Stephen insistía. Ella no pudo sostenerla y, después
de repetir, «no pudo», cerró los ojos. Lo que ella volvía a ver sin poder ahuyentarlo y le
producía la misma náusea que cada vez que lo presenciaba cuando tenía quince años, era la
imagen de Marion tumbada en la butaca de cuero de una habitación de hotel, con una pierna
sobre uno de los brazos de la butaca y la cabeza apoyada en el otro, acariciándose delante de
ella y gimiendo. Marion le dijo que un día, cuando estaba acariciándose así en su despacho, la
sorprendió el jefe de su departamento. O recordaba el despacho de Marion, una habitación
desnuda, con las paredes verde pálido, con luz del norte filtrándose a través de unos cristales
polvorientos. No había más que una butaca destinada a las visitas, colocada frente a
la mesa.
— ¿Echaste a correr? —le preguntó O.
—No —respondió Marion—. El me pidió que volviera a empezar, pero cerró la puerta con
llave, me quitó el slip y volvió la butaca hacia la ventana.
O se sintió admirada ante el valor de Marion, y también horrorizada y se negó ferozmente a
acariciarse delante de Marión y juró que nunca, nunca se acariciaría delante de nadie.
Marion se echó a reír y le dijo:
—Ya verás cuando te lo pida tu amante.
René nunca se lo pidió. ¿Lo hubiera obedecido? Ah, seguramente, pero con qué terror de
ver asomar a los ojos de René el mismo asco que había sentido ella delante de Marion. Lo cual
era absurdo. Y más absurdo todavía con Sir Stephen. ¿Qué le importaba a ella el asco de Sir
Stephen? No; no podía. Por tercera vez, murmuró:
—No puedo.