aceptarla. Esta conducta, quizás ultrajante, en nada cambiaba el amor que O sentía por René.
Estaba contenta de contar para él lo suficiente como para que él se complaciera en ultrajarla,
al igual que los creyentes dan gracias a Dios cuando los doblega. Pero en Sir Stephen adivinaba
una voluntad firme y glacial que el deseo no haría flaquear y ante la cual ella no contaba
para nada, por conmovedora y sumisa que se mostrara. ¿Por qué, si no, iba ella a tener tanto
miedo? El látigo que los criados de Roissy llevaban a la cintura, las cadenas que tenía que
llevar casi constantemente, le parecían ahora menos temibles que la tranquilidad con que Sir
Stephen le miraba los senos sin tocarlos. Ella sabía lo frágiles que resultaban, entre sus
hombros delgados y su esbelto talle, precisamente a causa de su turgencia. No po día impedir
que temblaran. Para ello hubiera tenido que dejar de respirar. Esperar que aquella fragilidad
desarmara a Sir Stephen era inútil; ella sabía que sería al contrario, que su dulzura incitaba
a la brutalidad tanto como a la caricia, al arañazo tanto como al beso. Tuvo una momentánea
ilusión: con el dedo medio de la mano derecha, con la que sostenía el cigarrillo, Sir Stephen
le rozó el pezón que al instante obedeció y se puso más rígido. O no dudaba que aquello era
para Sir Stephen como un juego y nada más o, si acaso, una comprobación, como se
comprueba la respuesta o la buena marcha de un mecanismo. Sin moverse del brazo del
sofá, Sir Stephen le dijo entonces que se quitara la falda. Los corchetes obedecían mal a los
dedos húmedos de O, que no consiguió desabrochar su enagua defaya negra sino al segundo
intento. Cuando estuvo desnuda, sus sandalias de charol negro y sus medias de nilón negras
también, enrolladas encima de sus rodillas, acentuaban la esbeltez de sus piernas y la
blancura de sus muslos. Sir Stephen, que también se había levantado, la tomó por el vientre
con una mano y la empujó hacia el sofá. La hizo arrodillarse, con la espalda apoyada en el sofá
y, para que ella se apoyara en él más con los hombros que con la cintura, le obligó a abrir los
muslos. Sus manos descansaban sobre sus tobillos, su vientre estaba entreabierto y, encima de
sus senos distendidos, su garganta echada hacia atrás. No se atrevía a mirar Sir Stephen a la
cara, pero veía sus manos desatar el cinturón de la bata. Él puso una pierna a cada lado