ponía la mano en los pezones que él había deseado ver erguirse y que ella sentía estremecerse,
por más inmóvil que se mantuviera, sólo con respirar? Él se acercó, se sentó en el brazo del
sofá y no la tocó. Estaba fumando y, a un movimiento de su mano, que O nunca supo si
había sido involuntario, un poco de ceniza casi caliente fue a caerle entre los senos. Ella
tuvo la sensación de que quería insultarla, con su desdén, con su silencio, con su atención
impersonal. Sin embargo, él la había deseado poco antes, la deseaba todavía, ella lo veía
tenso bajo la fina tela de la bata. ¿Por qué no la tomaba, aunque fuera para herirla? O se
odiaba a sí misma por aquel deseo y odiaba a Sir Stephen por su forma de dominarse. Ella
quería que él la amara, ésta es la verdad: que estuviera impaciente por tocar sus labios y
penetrar en su cuerpo, que la maltratara incluso, pero que, en su presencia, no fuera capaz
de conservar la calma ni de dominar el deseo. En Roissy le era indiferente que los que se
servían de ella sintieran algo: eran los instrumentos por los que su amante se complacía en
ella, los que hacían de ella lo que él quería que fuese, pulida, lisa y suave como una piedra.
Sus manos y sus órdenes eran las manos y las órdenes de él. Allí no. René la había
entregado a Sir Stephen, pero era evidente que quería compartirla con él, no para obtener
algo más de ella ni por la satisfacción de entregarla, sino para compartir con Sir Stephen lo
que en aquellos momentos más amaba él, al igual que en otro tiempo habían compartido
seguramente un viaje, un barco o un caballo. Hoy, aquella oferta tenía un significado mayor en
relación con Sir Stephen que en relación con ella. Lo que cada uno buscaría en ella sería la
marca del otro, la huella del paso del otro. Hacía un momento, cuando ella estaba arrodillada
junto a René y Sir Stephen le abría los muslos con las dos manos, René le había explicado por
qué el dorso de O era tan accesible y por qué él se alegró de que se lo hubieran preparado así.
Pensó que a Sir Stephen le gustaría tener constantemente a su disposición la vía que más le
agradaba. Incluso le dijo que, si quería, podría hacer de ella uso exclusivo.
— ¡Ah, encantado! —exclamó Sir Stephen, pero añadió que, a pesar de todo, existía el
peligro de que desgarrase a O.
—O es tuya —respondió René, inclinándose sobre ella para besarle las manos.
La sola idea de que René pudiera tener intención de privarse de alguna parte de su cuerpo
trastornó a O. Veía en ello la señal de que su amante quería más a Sir Stephen que a ella. Y
por más que él le había repetido que amaba en ella el objeto en que la había convertido, la
libertad de disponer de ella como quisiera, como se dispone de un mueble que a veces tanto
agrada regalar como conservar, ella comprendía que no había acabado de creerle. Y veía
otra prueba de eso que no podía llamar de otro modo que deferencia para con Sir Stephen en
que René, que tanto se complacía al verla bajo el cuerpo o los golpes de otros, que con tanta
ternura y reconocimiento veía abrirse su boca para gemir o gritar y cerrarse sus ojos
inundados de lágrimas, se hubiera ido, después de asegurarse, mostrándosela y
entreabriéndola como se entreabre la boca de un caballo para que se vea que es joven, de que
Sir Stephen la encontraba lo bastante bonita y lo bastante cómoda para él y estaba dispuesto a