permanecía semidesnuda era por su propia voluntad, pues un solo movimiento, el que haría
para ponerse de pie, bastaría para cubrirla. Su promesa la ataba tanto como las pulseras de
cuero y las cadenas. ¿Era sólo su promesa? Y, por humillada que estuviera, o precisamente
porque estaba humillada, ¿no resultaba también dulce pensar que era su humillación, su
obediencia, su docilidad, lo que hacía que no tuviera precio? René se fue y Sir Stephen lo
acompañó hasta la puerta. Ella se quedó sola, quieta, sintiéndose más expuesta en la soledad
que cuando ellos estaban allí. La seda gris y amarilla del sofá estaba lisa bajo su falda; a
través de sus medias de nilón, sentía en las rodillas la lana mullida de la alfombra y, en el
muslo izquierdo, el calor de la chimenea en la que Sir Stephen había puesto tres leños que
ardían ruidosamente. Encima de una cómoda había un reloj de pared antiguo con un tictac
tan leve que sólo se oía cuando todo quedaba en silencio. O lo escuchaba atentamente, mientras pensaba en lo absurdo que era, en aquel sal ón civilizado y discreto, permanecer en la
postura en que ella estaba. A través de las persianas cerradas, se oía el murmullo
amodorrado de París pasada la medianoche. Al día siguiente por la mañana, a la luz del
día, ¿reconocería ella el lugar del sofá en el que ahora apoyaba la cabeza? ¿Volvería
alguna vez a aquel salón, de día, para ser tratada de aquel modo? Sir Stephen tardaba y O
que, con tanto abandono esperaba la venia de los desconocidos de Roissy, sent ía un nudo
en la garganta al pensar que dentro de un minuto o de diez él volvería a tocarla. Pero no
sucedió como ella imaginaba. Le oyó abrir la puerta y cruzar la habitaci ón. Permaneció
un rato de pie, de espaldas al fuego, contemplándola y, luego, en voz muy baja, le dijo que
se levantara y se sentara. Ella le obedeció, sorprendida y hasta molesta. Él le ofreció
amablemente un whisky y Un cigarrillo que ella rehusó. Entonces advirtió ella que se había
puesto una bata, una bata muy severa, de buriel gris, del mismo gris que sus cabellos. Tenía
las manos largas y enjutas y las uñas planas, cortas y muy blancas. Sorprendió la mirada de
O y ella enrojeció: eran aquellas manos, duras e insistentes, las que se habían apoderado de
su cuerpo, y ahora las temía y las esperaba. Pero él no se acercaba.
—Quisiera que se desnudara —dijo—. Pero, primero, quítese sólo la blusa, sin
levantarse.
O desabrochó los grandes corchetes dorados y se despojó del justillo negro que dejó en un
extremo del sofá, junto a la chaqueta, los guantes y el bolso.
—Acaricíese un poco la punta de los senos —dijo entonces Sir Stephen, y añadió—: tendrá
que usar un maquillaje más oscuro, ése es demasiado claro.
O, estupefacta, se frotó con la yema de los dedos los pezones, los cuales se endurecieron e
irguieron. Luego, los cubrió con la palma de la mano.
— ¡Ah, no! —exclamó Sir Stephen.
Ella retiró sus manos y se apoyó en el respaldo del sofá. Sus senos eran muy abultados
para su talle tan fino y cayeron suavemente hacia sus axilas. Tenía la nuca apoyada en el sofá
y las manos a lo largo del cuerpo. ¿Por qué Sir Stephen no acercaba a ella su boca, por qué no