final, que detrás de él no se ocultara otro y otro más). Este desenlace de ahora consistía en
traerla del recuerdo al presente y en que cosas que no tenían realidad más que en un círculo
cerrado, en un universo aparte, iban a contaminar de pronto todas las situaciones y todos los
hábitos de su vida cotidiana y, sobre ella y en ella, ya no iban a reducirse a simples señales o
símbolos —las caderas desnudas, los cuerpos abiertos por delante, la sortija de hierro— sino
que le impondrían un cumplimiento. Era verdad que René nunca la había golpeado y la única
diferencia en sus relaciones entre la época de antes de Roissy y el tiempo transcurrido desde
que ella volviera de allí era que ahora él se servía de su dorso y de su boca además de su
vientre. Ella nunca supo si los latigazos que había recibido en Roissy con los ojos vendados o
de flagelantes encapuchados, en alguna ocasión le fueron dados por él, pero le parecía que no.
Seguramente, el placer que él obtenía ante el espectáculo de su cuerpo encadenado y
entregado, debatiéndose en vano y al oír sus gritos era tan vivo que no consentía en privarse
de la menor parte de él prestando sus propias manos, porque su intervención activa le
hubiera distraído. Y ahora lo confesaba así, ya que, cariñosa, suavemente, sin moverse de la
butaca en la que estaba hundido, con una pierna encima de la otra, le decía lo feliz que se
sentía al entregarla, a inducirla a entregarse a las órdenes y a la voluntad de Sir Stephen.
Cuando Sir Stephen deseara que pasara la noche, o aunque sólo fuera una hora, en su casa, o
que le acompañara a algún restaurante o espectáculo de París o de fuera de París, la llamaría
por teléfono y le enviaría el coche, a menos que fuera a buscarla el propio René. En aquel
momento, ella tenía la palabra. ¿Consentía? Pero ella no podía hablar. La voluntad que le
pedían que expresara era la voluntad de abandonarse, de aceptar por anticipado cosas a las
que ella sin duda deseaba decir que sí, pero a las que su cuerpo se negaba; por lo menos, en
lo relativo al látigo. Pues, por lo demás, si tenía que ser sincera consigo misma, se sent ía
demasiado turbada por el deseo que leía en los ojos de Sir Stephen para engañarse y, por más
que temblara, o tal vez precisamente por temblar, sabía que ella esperaba con más impaciencia
que él el momento en el que él posara su mano, o quizá sus labios, en ella. Seguramente, de ella
dependía adelantar este momento. Cualquiera que fuera su valor o el deseo que sintiera,
llegado el momento de responder, desfalleció de tal modo que cayó al suelo con la falda
extendida en derredor, y Sir Stephen comentó con voz sorda en el silencio que el miedo
también le sentaba bien. No se lo dijo a ella, sino a René. A O le pareció que hacía un esfuerzo
para no avanzar hacia ella y lo lamentó. Sin embargo, ella no lo miraba, tenía los ojos fijos
en René, temerosa de que él adivinara en los suyos algo que tal vez pudiera considerar una
traición. Y no lo era, pues si hubiera tenido que elegir entre su deseo de ser poseída por Sir
Stephen y su amor por René, no hubiera vacilado ni un segundo; en realidad, si cedía a
aquel deseo era porque René se lo permitía y, en cierto modo, le hacía entender que se lo
ordenaba. Sin embargo, le quedaba la duda de si no se enfadaría al verse obedecido tan
aprisa. A la menor señal que él le hiciera, aquel deseo se borraría. Pero él no le hizo señal
alguna y se contentó con pedirle, por tercera vez, una respuesta.