Literatura BDSM Historia de O | Page 42

final, que detrás de él no se ocultara otro y otro más). Este desenlace de ahora consistía en traerla del recuerdo al presente y en que cosas que no tenían realidad más que en un círculo cerrado, en un universo aparte, iban a contaminar de pronto todas las situaciones y todos los hábitos de su vida cotidiana y, sobre ella y en ella, ya no iban a reducirse a simples señales o símbolos —las caderas desnudas, los cuerpos abiertos por delante, la sortija de hierro— sino que le impondrían un cumplimiento. Era verdad que René nunca la había golpeado y la única diferencia en sus relaciones entre la época de antes de Roissy y el tiempo transcurrido desde que ella volviera de allí era que ahora él se servía de su dorso y de su boca además de su vientre. Ella nunca supo si los latigazos que había recibido en Roissy con los ojos vendados o de flagelantes encapuchados, en alguna ocasión le fueron dados por él, pero le parecía que no. Seguramente, el placer que él obtenía ante el espectáculo de su cuerpo encadenado y entregado, debatiéndose en vano y al oír sus gritos era tan vivo que no consentía en privarse de la menor parte de él prestando sus propias manos, porque su intervención activa le hubiera distraído. Y ahora lo confesaba así, ya que, cariñosa, suavemente, sin moverse de la butaca en la que estaba hundido, con una pierna encima de la otra, le decía lo feliz que se sentía al entregarla, a inducirla a entregarse a las órdenes y a la voluntad de Sir Stephen. Cuando Sir Stephen deseara que pasara la noche, o aunque sólo fuera una hora, en su casa, o que le acompañara a algún restaurante o espectáculo de París o de fuera de París, la llamaría por teléfono y le enviaría el coche, a menos que fuera a buscarla el propio René. En aquel momento, ella tenía la palabra. ¿Consentía? Pero ella no podía hablar. La voluntad que le pedían que expresara era la voluntad de abandonarse, de aceptar por anticipado cosas a las que ella sin duda deseaba decir que sí, pero a las que su cuerpo se negaba; por lo menos, en lo relativo al látigo. Pues, por lo demás, si tenía que ser sincera consigo misma, se sent ía demasiado turbada por el deseo que leía en los ojos de Sir Stephen para engañarse y, por más que temblara, o tal vez precisamente por temblar, sabía que ella esperaba con más impaciencia que él el momento en el que él posara su mano, o quizá sus labios, en ella. Seguramente, de ella dependía adelantar este momento. Cualquiera que fuera su valor o el deseo que sintiera, llegado el momento de responder, desfalleció de tal modo que cayó al suelo con la falda extendida en derredor, y Sir Stephen comentó con voz sorda en el silencio que el miedo también le sentaba bien. No se lo dijo a ella, sino a René. A O le pareció que hacía un esfuerzo para no avanzar hacia ella y lo lamentó. Sin embargo, ella no lo miraba, tenía los ojos fijos en René, temerosa de que él adivinara en los suyos algo que tal vez pudiera considerar una traición. Y no lo era, pues si hubiera tenido que elegir entre su deseo de ser poseída por Sir Stephen y su amor por René, no hubiera vacilado ni un segundo; en realidad, si cedía a aquel deseo era porque René se lo permitía y, en cierto modo, le hacía entender que se lo ordenaba. Sin embargo, le quedaba la duda de si no se enfadaría al verse obedecido tan aprisa. A la menor señal que él le hiciera, aquel deseo se borraría. Pero él no le hizo señal alguna y se contentó con pedirle, por tercera vez, una respuesta.