escapar, perseguían la suya. La empujaban hacia algo que creía haber dejado para mucho tiempo, tal vez para siempre, en Roissy. Y es que, desde su regreso, René no la había tomado
más que con caricias y el símbolo de su pertenencia a todos los que conocieran el secreto de
su sortija no había tenido consecuencias; o no encontró a nadie que lo conociera o, si alguien lo
conoció, calló. La única persona de quien sospechaba era Jacqueline (y, si Jacqueline había
estado en Roissy, ¿por qué no llevaba ella también la sortija? ¿Y qué derecho le daba a
Jacqueline, si algún derecho le daba, la participación en aquel secreto?). Para hablar, ¿tendría
que moverse? Por su propia voluntad, no podía; una orden la hubiera hecho levantarse al
instante, pero esta vez no querían que obedeciese, sino que se adelantase a la orden, que se
constituyese en esclava y se entregase. A esto llamaban ellos su consentimiento. Recordó
que nunca dijo a René más que «te quiero» y «soy tuya». Al parecer, ahora querían que
hablase y aceptara explícitamente lo que hasta entonces aceptara sólo en silencio. Al fin se
incorporó y, como si lo que iba a decir la ahogara, desabrochó los corchetes de su jubón
hasta el busto. Luego, se levantó. Le temblaban las