una butaca, empezó a hablar.
—Tengo entendido que René no le ha hablado nunca de su familia. De todos modos, tal
vez sepa ya que su madre, antes de casarse con su padre, había estado casada con un inglés
que ya tenía un hijo de un matrimonio anterior. Yo soy ese hijo y fui educado por ella
hasta el día en que abandonó a mi padre. No tengo, pues, ningún parentesco con René y sin
embargo, en cierto modo, somos hermanos Que René la ama lo sé. Lo habría descubierto
aunque él no me lo hubiera dicho e incluso sin que él hubiera hecho un solo movimiento.
Basta con ver cómo la mira. Sé también que usted ha estado en Roissy y supongo que
volverá allí algún día. En principio, la sortija que lleva me da derecho a disponer de usted,
como lo da a todo aquel que conoce su significado. Pero en estos casos no se trata más que
de una relación pasajera y lo que nosotros esperamos de usted es más fuerte. Digo nosotros
porque hablo también en nombre de René. Si, en cierto modo, somos hermanos, yo soy el ma yor. Tengo diez años más que él. Entre nosotros existe una libertad tan antigua y absoluta
que hace que todo lo que me pertenece sea suyo y lo que le pertenece a él sea también
mío. ¿Consiente usted en participar en esta relación? Yo se lo ruego y le pido su
consentimiento que la comprometerá más que su sumisión que ya sé que es segura. Antes de
contestarme, piense que yo sólo soy, que no puedo ser, sino otra forma de su amante: que
siempre tendrá un solo dueño. Más temible, lo concedo, que los hombres a los que fue
entregada en Roissy, porque yo estaré ahí todos los días y, además, me gustan la costumbre y el
rito. (And, besides, I am fond of habits and rites...)
La voz pausada y serena de Sir Stephen resonaba en un silencio absoluto. Las mismas llamas
de la chimenea alumbraban sin ruido. O estaba clavada al sofá como una mariposa traspasada
por un alfiler, un largo alfiler de palabras y de miradas que taladraba su cuerpo y apretaba sus
nalgas, desnudas y atentas contra la seda tibia del sofá. No sabía dónde tenía los senos, ni la
nuca, ni las manos. Pero no podía dudar que los hábitos y ritos de que le hablaban tendrían
por objeto la posesión, entre otras partes de su cuerpo, de sus largos muslos ocultos bajo la
falda negra y abiertos ya de antemano. Los dos hombres estaban sentados frente a ella. René
fumaba, pero había encendido a su lado una de esas lámparas de capuchón negro que
devoran el humo y el aire, purificado ya por el fuego de leña, tenía el aroma fresco de la
noche.
— ¿Me contesta ya o quiere saber más? —preguntó Sir Stephen.
—Si aceptas, yo mismo te explicaré las preferencias de Sir Stephen.
—Las exigencias —rectificó éste.
O se decía que lo más difícil no era aceptar y comprendía que ni uno ni otro habían
pensado ni un momento, como tampoco ella, que pudiera negarse. Lo más difícil era hablar.
Le ardían los labios, tenía la boca seca, le faltaba la saliva, una angustia de miedo y deseo le
atenazaba la garganta y sus manos, que ahora volvía a sentir, estaban frías y húmedas. Si, por lo
menos, hubiera podido cerrar los ojos. Pero no. Dos miradas a las que no podía, ni quería,