Literatura BDSM Historia de O | Page 39

Sir Stephen había puesto la calefacción. René siguió un trecho por la orilla derecha del Sena y, al llegar al Pont-Royal, torció hacia la orilla izquierda. Entre sus dogales de piedra, el agua quieta parecía también de piedra y negra. O pensó entonces en las hematites oscuras. Cuando tenía quince años, su mejor amiga, que tenía treinta y de la que estaba enamorada, llevaba en un anillo una hematite rodeada de pequeños diamantes. A O le hubiera gustado tener un collar de aquellas piedras negras, pero sin diamantes, una gargantilla. Pero, ¿cambiaría los collares que ahora le daban —no, no se los daban— por el collar de hematites, por las hematites del sueño? Recordó la mísera habitación a la que la llevara Marion, detrás del cruce de Turbigo y cómo ella había deshecho, ella y no Marion, sus largas trenzas de colegiala, cuando Marion la desnudó y la echó sobre la cama de hierro. Era bonita Marion cuando la acariciaba y es verdad que los ojos pueden parecer estrellas; los suyos parecían estrellas azules y titilantes. René paró el coche. O no reconoció la calle estrecha, una de las que enlazan transversalmente la calle de la Université con la de Lille. El apartamento de Sir Stephen estaba al fondo de un patio, en el ala de un antiguo edificio, con las habitaciones dispuestas en crujía. La última era también la más grande y la más sedante con sus muebles de caoba de estilo inglés y sus sedas pálidas, amarillas y grises. —No voy a pedirle que se ocupe del fuego —dijo Sir Stephen a O—; pero ese canapé es para usted. Siéntese, por favor. René preparará el café. Sólo deseo pedirle que me escuche. —El gran canapé de damasco claro estaba perpendicular a la chimenea, frente a las ventanas que daban a un jardín y de espaldas a otras que se abrían al patio. O se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo del sofá. Al volverse, vio que su amante y su anfitrión esperaban de pie que ella obedeciera la invitación de Sir Stephen. Dejó el bolso al lado de la chaqueta y se quitó los guantes. ¿Cuándo aprendería, si lo aprendía alguna vez, a levantarse la falda en el momento de sentarse con el suficiente disimulo para que nadie