sentaba del todo. En derredor suyo se extendía su falda. El tacón derecho se enganchó en
uno de los barrotes del taburete y la punta del pie izquierdo se apoyaba en el suelo. El
inglés, que se había inclinado ante ella sin decir palabra, no le quitaba la vista de encima.
Ella observó que le miraba las rodillas, las manos y por último los labios, pero tan
tranquilamente y con una atención tan marcada y precisa que O tuvo la impresión de que
era sopesada y juzgada como el instrumento que ella sabía que era y, como obligada por
aquella mirada y casi a pesar suyo, se quitó los guantes: sabía que él hablaría cuando ella
tuviera las manos desnudas —porque sus manos eran especiales, parecían más de muchacho
que de mujer y porque en el anular de la izquierda llevaba la sortija de acero con la triple
espiral de oro—. Pero no; no dijo nada. Sólo sonrió: había visto la sortija. René bebía un
Martini y Sir Stephen, whisky. Él terminó lentamente su whisky y esperó a que René se
bebiera su segundo Martini y O, el zumo de pomelo que René había pedido para ella
mientras le explicaba que, si ella no tenía inconveniente, podrían cenar en el comedor del
sótano que era más pequeño y más tranquilo que el situado en la planta baja, a
continuación del bar.
—Desde luego —dijo O, cogiendo el bolso y los guantes que dejara en la barra.
Entonces, para ayudarla a bajar del taburete, Sir Stephen le tendió la mano derecha en la
que ella puso la suya y las primeras palabras que le dirigió fueron para comentar que sus
manos parecían hechas para llevar hierro, que los hierros le sentaban muy bien. Pero se lo
dijo en inglés, lo cual daba lugar a un ligero equívoco, ya que tanto podía referirse al metal
como, lo que era más probable, a las cadenas. En el comedor del sótano, que era una simple
bodega encalada, pero fresca y alegre, no había, efectivamente, más que cuatro mesas de
las que sólo una estaba ocupada por unos clientes que ya acababan de cenar. En las paredes
estaba pintado un mapa gastronómico y turístico de Italia con colores suaves como los de
los helados de vainilla, fresa o caramelo. Ello hizo pensar a O que de postre pediría helado,
con almendra picada y nata. Se sentía feliz y ligera. La rodilla de René rozaba su rodilla
debajo de la mesa y, cuando hablaba, ella sabía que hablaba para ella. Él también le miraba
los labios. Le permitieron tomar el helado, pero no café. Sir Stephen los invitó a los dos a
tomar café en su casa. Habían cenado muy frugalmente y O observó que casi no habían
bebido ni la habían dejado beber: media botella de Chianti para los tres. Terminaron
muy pronto: eran apenas las nueve.
—He despedido al chofer —dijo Sir Stephen—• ¿Quieres conducir tú, René? Lo más
práctico será ir directamente a mi casa.
René se sentó al volante, O lo hizo a su lado y Sir Stephen se instaló al lado de ella. El
coche era un «Buick» grande y en el asiento delantero cabían los tres con holgura.
Después del Alma, el Cours-la-Reine aparecía claro con los árboles sin hojas y la plaza de la
Concordia centelleante y seca bajo el cielo sombrío de las horas en las que se acumula la nieve
sin decidirse a caer. O oyó un leve chasquido y sintió que por las piernas le subía aire caliente: