llevar la chaqueta de piel y vestirse totalmente de negro (totalmente subrayado) y maquillarse
y perfumarse como en Roissy. Eran las seis. Totalmente de negro y para cenar. Era diciembre y hacía frío, de manera que tendría que ponerse medias de nilón negras, guantes negros, la
falda plisada en abanico y un jersey grueso bordado de lentejuelas o el justillo de faya. Optó
por el justillo que era pespunteado y se abrochaba desde el cuello al talle, ceñido como los
severos jubones masculinos del siglo xvi y, al llevar el sostén incorporado, le dibujaba
perfectamente el busto. Estaba forrado de faya y el faldón le llegaba a la cadera. Sólo lo
animaban unos grandes broches dorados, parecidos a esos grandes corchetes que llevan las
botas de nieve de los niños y que chasquean al abrirse y cerrarse sobre las grandes anillas
planas. A O le resultaba extraño, una vez hubo preparado la ropa sobre la cama a cuyo pie
dejó los zapatos de ante negro, con fino tacón de aguja, verse, sola y libre, esmerándose en
arreglarse y perfumarse como en Roissy. Los cosméticos que tenía en su casa no eran los
que se utilizaban allí. En el cajón del tocador encontró colorete —nunca se lo ponía— que
ahora utilizó para teñirse la areola de los senos. Apenas se veía el color en el momento de
aplicarlo, pero después se oscurecía. Le pareció que se había puesto demasiado, se lo quitó un
poco con alcohol —costaba trabajo quitarlo— y volvió a empezar. Un rosa peonía oscuro le
iluminó la punta de los senos. En vano trató de teñir del mismo color los labios ocultos por el
vello de su pubis; en ellos no se marcaba. Por fin, entre los lápices de labios, encontró un rojo
permanente que no le gustaba usar porque era demasiado seco e indeleble. Para aquello iría
bien. Se arregló el cabello, la cara y se perfumó. René le había regalado, en un vaporizador
que lo proyectaba en espesa bruma, un perfume cuyo nombre ella ignoraba y que olía a bosque
seco y a planta de marisma, áspero y silvestre. Sobre la piel, la bruma se diluía y deslizaba,
sobre el vello de las axilas y del vientre, se fijaba en finas gotas minúsculas. En Roissy había
aprendido O la lentitud: se perfumó tres veces dejando secar el perfume cada vez. Primero se
puso las medias y los zapatos de tacón alto, después la enagua, la falda y, por último, el jubón.
Se calzó los guantes y cogió el bolso. Dentro del bolso llevaba la polvera, la barra de labios, un
peine, la llave y mil francos. Con los guantes puestos, sacó del armario la chaqueta de piel y
miró la hora en el reloj de la mesita de noche: eran las ocho menos cuarto. Se sentó en el
borde de la cama y, con los ojos fijos en el despertador, esperó inmóvil a que sonara el timbre.
Cuando al fin lo oyó y se levantó para salir, en el espejo del tocador, antes de apagar la luz,
vio su mirada audaz, dulce y dócil.
Cuando empujó la puerta del pequeño restaurante italiano en el que el coche la dejó, la
primera persona a la que vio en el bar fue René. Él le sonrió con ternura, le tomó una mano
y, volviéndose hacia una especie de atleta de pelo gris, le presentó, en inglés, a Sir Stephen H.
Le ofrecieron un taburete situado entre l