su trabajo se parece al de los hombres; pero por m ás que tratara de disimular, dado que las
otras muchachas, que constituían el objeto de su trabajo, tenían por ocupación y por
vocación el atuendo, no tardaron en advertir lo que a otros ojos hubiera pasado inadvertido.
Los jerseys que O llevaba directamente sobre la piel, bajo los que se dibujaba con suavidad el
contorno de los senos —finalmente, René había autorizado los jerseys— y las faldas plisadas
que se arremolinaban con facilidad, llegaron a adquirir la apariencia de un discreto
uniforme.
—Un estilo muy de niña —le dijo un día con aire burlón una maniquí rubia de ojos verdes
que tenía los pómulos salientes y la piel oscura de los esla vos—. Pero hace mal en usar ligas
redondas. Se estropeará las piernas.
Y es que O, sin darse cuenta, se había sentado, dando una rápida media vuelta, en el brazo
de una butaca de cuero y la falda se le había subido. La muchacha vio fugazmente la piel
desnuda del muslo encima de la media enrollada que terminaba más allá de la rodilla. O la
vio sonreír de un modo extraño y se preguntó qué habría pensado o tal vez comprendido.
Se estiró las medias, una tras otra, para tensarlas más aún, lo cual era más difícil
que con un liguero normal y respondió a Jacqueline, como justificándose:
—Es práctico.
— ¿Práctico para qué?
—No me gustan los ligueros —respondió O.
Pero Jacqueline no la escuchaba. Estaba miran-do la sortija de hierro.
En varios días, O hizo de Jacqueline una cincuentena de clisés. No se parecían a los que
había hecho hasta entonces. Y es que, tal vez, nunca había tenido semejante modelo. Lo cierto
es que nunca había sabido sacar de un rostro o de un cuerpo un significado tan
conmovedor. Y, en realidad, no se trataba más que de dar mayor realce a las sedas, las pieles y
los encajes con aquella súbita hermosura de hada sorprendida ante el espejo que adquiría
Jacqueline tanto con la blusa más sencilla como con el más suntuoso abrigo de visón. Tenía
el cabello corto, rubio y espeso, ligeramente ondulado. A la menor indicación, inclinaba
ligeramente la cabeza hacia el hombro izquierdo y apoyaba la mejilla en el cuello levantado
de su abrigo de piel, si llevaba abrigo de piel. O la retrató una vez en esta actitud, sonriente y
dulce, con el cabello ligeramente levantado como por el viento y su delicado pómulo acariado
por el visón azul, gris y suave como la ceniza reciente de la leña. Tenía los labios entreabiertos
y entornaba los ojos. Bajo el brillo de agua de la foto, parecía una belleza ahogada, plácida,
feliz y pálida, muy pálida. O mandó hacer la prueba en un tono gris muy tenue. Pero había
hecho de Jacqueline otra foto que la trastornaba más aún: a contraluz, con los hombros
desnudos, un velo negro, de malla grande ciñéndole la cabeza y la cara con un aigrette doble
que la coronaba como un humo impalpable; llevaba un inmenso vestido de grueso brocado de
seda, rojo como un vestido de novia de la Edad Media, que le llegaba hasta los pies, de amplia
falda, ceñido a la cintura y cuyo armazón le realzaba el pecho. Era lo que los modistas llaman