se acostara y lo esperase, que dormiría con ella. Cuando él volvió a entrar en la habitación, O
alargó la mano para apagar la luz. Era la mano izquierda y lo último que vio antes de que se
hiciera la oscuridad fue el brillo apagado de su sor tija de hierro. Estaba recostada a medias,
de lado, y en aquel mismo instante su amante la llamaba por su nombre en voz baja y,
tomándola por el vientre, la atraía hacia sí.
Al día siguiente, O, sola, en bata, acababa de al morzar en el comedor verde —René se
había ido temprano y no volvería hasta la noche, para llevarla a cenar—, cuando sonó el
teléfono. El aparato estaba en el dormitorio, a la cabecera de la cama, al lado de la lámpara. O
se sentó en el suelo y descolgó. Era René, que quería saber si la asistenta se había marchado.
Sí, acababa de irse, después de servir el desayuno, y no volvería hasta el día siguiente por la
mañana.
— ¿Has empezado ya a escoger la ropa? —preguntó René.
—Ahora iba a hacerlo —respondió ella—. Pero me he levantado tarde, me he
bañado y no he estado lista hasta mediodía.
— ¿Estás vestida?
—No. Estoy en camisón y bata.
—Deja el teléfono y quítate la bata y el camisón.
O le obedeció, tan nerviosa que el aparato resbaló de la cama donde lo había
dejado y cayó sobre la alfombra blanca. Temió que se hubiera cortado la
comunicación. No; no se había cortado.
— ¿Estás desnuda? —preguntó René.
—Sí —contestó ella—; pero, ¿desde dónde me llamas?
Él no contestó a su pregunta y se limitó a añadir:
— ¿Llevas el anillo?
Ella lo llevaba. Entonces él le dijo que permaneciera como estaba hasta que él volviera y que
así preparase la maleta con la ropa que tenía que desechar. Luego, colgó. Era más de la una y
hacía buen tiempo. Un rayo de sol iluminaba, sobre la alfombra, el camisón blanco y la bata de
pana verde pálido como las cáscaras de las almendras tiernas que O había dejado caer. Los
recogió y los llevó al cuarto de baño, para guardarlas en el armario. Al pasar, uno de los
espejos adosados a una puerta y que, con un lienzo de pared y otra puerta igualmente recu bierta de espejo, formaba un gran espejo de tres cuerpos, le devolvió bruscamente su
imagen: no llevaba nada más que sus chinelas de piel verdes como la bata —apenas más
oscuras que las que se ponía en Roissy— y la sortija. No llevaba collar ni pulseras de piel,
estaba sola, sin más espectadores que ella misma. Y, sin embargo, nunca se sintió más
sometida a una voluntad que no era la suya, más esclava ni más feliz de serlo. Cada vez que se
agachaba para abrir un cajón, veía tremolar levemente sus senos. Tardó casi dos horas en
disponer sobre la cama toda la ropa que después debería meter en la maleta. Con los slips,