Literatura BDSM Historia de O | Page 33

se acostara y lo esperase, que dormiría con ella. Cuando él volvió a entrar en la habitación, O alargó la mano para apagar la luz. Era la mano izquierda y lo último que vio antes de que se hiciera la oscuridad fue el brillo apagado de su sor tija de hierro. Estaba recostada a medias, de lado, y en aquel mismo instante su amante la llamaba por su nombre en voz baja y, tomándola por el vientre, la atraía hacia sí. Al día siguiente, O, sola, en bata, acababa de al morzar en el comedor verde —René se había ido temprano y no volvería hasta la noche, para llevarla a cenar—, cuando sonó el teléfono. El aparato estaba en el dormitorio, a la cabecera de la cama, al lado de la lámpara. O se sentó en el suelo y descolgó. Era René, que quería saber si la asistenta se había marchado. Sí, acababa de irse, después de servir el desayuno, y no volvería hasta el día siguiente por la mañana. — ¿Has empezado ya a escoger la ropa? —preguntó René. —Ahora iba a hacerlo —respondió ella—. Pero me he levantado tarde, me he bañado y no he estado lista hasta mediodía. — ¿Estás vestida? —No. Estoy en camisón y bata. —Deja el teléfono y quítate la bata y el camisón. O le obedeció, tan nerviosa que el aparato resbaló de la cama donde lo había dejado y cayó sobre la alfombra blanca. Temió que se hubiera cortado la comunicación. No; no se había cortado. — ¿Estás desnuda? —preguntó René. —Sí —contestó ella—; pero, ¿desde dónde me llamas? Él no contestó a su pregunta y se limitó a añadir: — ¿Llevas el anillo? Ella lo llevaba. Entonces él le dijo que permaneciera como estaba hasta que él volviera y que así preparase la maleta con la ropa que tenía que desechar. Luego, colgó. Era más de la una y hacía buen tiempo. Un rayo de sol iluminaba, sobre la alfombra, el camisón blanco y la bata de pana verde pálido como las cáscaras de las almendras tiernas que O había dejado caer. Los recogió y los llevó al cuarto de baño, para guardarlas en el armario. Al pasar, uno de los espejos adosados a una puerta y que, con un lienzo de pared y otra puerta igualmente recu bierta de espejo, formaba un gran espejo de tres cuerpos, le devolvió bruscamente su imagen: no llevaba nada más que sus chinelas de piel verdes como la bata —apenas más oscuras que las que se ponía en Roissy— y la sortija. No llevaba collar ni pulseras de piel, estaba sola, sin más espectadores que ella misma. Y, sin embargo, nunca se sintió más sometida a una voluntad que no era la suya, más esclava ni más feliz de serlo. Cada vez que se agachaba para abrir un cajón, veía tremolar levemente sus senos. Tardó casi dos horas en disponer sobre la cama toda la ropa que después debería meter en la maleta. Con los slips,