Literatura BDSM Historia de O | Page 32

demostrarse a sí mismo, el cómo no importaba, que ella le pertenecía y pensando también que era muy ingenuo al no darse cuenta de que su sumisión a él estaba por encima, de toda prueba. Pero tal vez si que lo advertía y sí quería recalcarlo era porque ello le daba gusto. Ella miraba el fuego mientras él hablaba, pero no a él, pues no se atrevía a encontrarse con su mirada. Él paseaba por la habitación. De pronto, le dijo que, para escucharle, debía separar las rodillas y abrir los brazos; y es que ella estaba sentada con las ro dillas juntas y abrazándoselas. Entonces levantó el borde del camisón y se sentó sobre sus talones, como las carmelitas o las japonesas, y esperó. Entre los muslos sentía el agudo cosquilleo de la piel blanca que cubría el suelo. Él insistió: no había abierto las piernas lo suficiente. La palabra «abre» y la expresión «abre las piernas» adquirían en la boca de su amante tanta turbación y fuerza que ella las oía siempre con una especie de prosternación interior, de rendida sumisión, como si hubiera hablado un dios y no él. Quedó, pues, inmóvil y sus manos, con las palmas hacia arriba, descansaban a cada lado de sus rodillas entre las que la tela del camisón extendida alrededor de ella, volvía a formar sus pliegues. Lo que su amante quería de ella era muy simple: que estuviera accesible de un modo constante e inmediato. No le bastaba saber que lo estaba; quería que lo estuviera sin el menor obstáculo y que tanto su actitud como su manera de vestir así lo advirtieran a los iniciados. Esto quería decir, prosiguió él, dos cosas: la primera, que ella sabía ya, puesto que se lo habían explicado la noche de su llegada al castillo: nunca debía cruzar las piernas y debía mantener siempre los labios entreabiertos. Seguramente,