demostrarse a sí mismo, el cómo no importaba, que ella le pertenecía y pensando también
que era muy ingenuo al no darse cuenta de que su sumisión a él estaba por encima, de toda
prueba. Pero tal vez si que lo advertía y sí quería recalcarlo era porque ello le daba gusto. Ella
miraba el fuego mientras él hablaba, pero no a él, pues no se atrevía a encontrarse con su
mirada. Él paseaba por la habitación. De pronto, le dijo que, para escucharle, debía separar
las rodillas y abrir los brazos; y es que ella estaba sentada con las ro dillas juntas y
abrazándoselas. Entonces levantó el borde del camisón y se sentó sobre sus talones, como
las carmelitas o las japonesas, y esperó. Entre los muslos sentía el agudo cosquilleo de la piel
blanca que cubría el suelo. Él insistió: no había abierto las piernas lo suficiente. La palabra
«abre» y la expresión «abre las piernas» adquirían en la boca de su amante tanta turbación y
fuerza que ella las oía siempre con una especie de prosternación interior, de rendida
sumisión, como si hubiera hablado un dios y no él. Quedó, pues, inmóvil y sus manos, con las
palmas hacia arriba, descansaban a cada lado de sus rodillas entre las que la tela del camisón
extendida alrededor de ella, volvía a formar sus pliegues. Lo que su amante quería de ella era
muy simple: que estuviera accesible de un modo constante e inmediato. No le bastaba saber
que lo estaba; quería que lo estuviera sin el menor obstáculo y que tanto su actitud como su
manera de vestir así lo advirtieran a los iniciados. Esto quería decir, prosiguió él, dos cosas: la
primera, que ella sabía ya, puesto que se lo habían explicado la noche de su llegada al
castillo: nunca debía cruzar las piernas y debía mantener siempre los labios entreabiertos.
Seguramente,