Literatura BDSM Historia de O | Page 31

II. SIR STEPHEN El apartamento que ocupaba O estaba en la isla de San Luis, en el último piso de una vieja casa orientada al Sur, mirando al Sena. Las habitaciones eran abuhardilladas, amplias y bajas, y las de la fachada, que eran dos, tenían balcones practicados en el tejado. Una era el dormitorio de O y la otra, en la que del suelo al techo, unas estanterías de libros enmarcaban la chimenea, hacía las veces de salón, de despacho y hasta de dormitorio, si era preciso: tenía un gran diván frente a sus dos balcones y, delante de la chimenea, una gran mesa antigua. Aquí se comía también cuando el comedorcito, tapizado de sarga verde oscuro y con ventanas a un patio interior, resultaba realmente demasiado pequeño para el número de comensales. Había otra habitación, también con ventanas al patio, que René utilizaba como vestidor. O compartía con él el cuarto de baño, amarillo. La cocina, amarilla también, era minúscula. Una asistenta iba todos los días a hacer la limpieza. Las habitaciones que daban al Patio estaban pavimentadas con baldosas rojas hexagonales, como las que se encuentran, a partir del segundo piso, en las escaleras de los viejos edificios de París. Al verlas, O tuvo un sobresalto: eran iguales a las de los corredores de Roissy. Su habitaci ón era pequeña, las cortinas de cretona rosa y negra estaban corridas, el fuego brillaba tras la tela met álica del guardafuegos, la cama estaba preparada. —Te he comprado un camisón de nilón —dijo René—. No tenías ninguno. Un camisón de nilón blanco, plisado, ceñido y fino como las vestiduras de las estatuillas egipcias y casi transparente estaba dispuesto al borde de la cama, en el lado de O. Se ajustaba a la cintura con una fina tira que se anudaba sobre unos frunces elásticos y el punto de nilón era tan fino que los senos se transparentaban color de rosa. Todo, salvo las cortinas, el panel tapizado de la misma tela contra el que se apoyaba la cabecera de la cama y los dos silloncitos bajos, recubiertos también de la misma cretona, todo era blanco: las paredes, la colcha guateada extendida sobre la cama con columnas de caoba y las pieles de oso del suelo. O, sentada junto al fuego, con su camisón blanco, escuchaba a su amante. Él empezó diciendo que no debía pensar que ya estaba libre. Salvo, naturalmente, si había dejado de amarlo y lo abandonaba de inmediato. Pero, si le amaba, no era libre de nada. Ella lo escuchaba sin decir palabra, pensando que estaba contenta de que él quisiera