estaba enganchada a una anilla clavada en la pared a un metro de altura, frente a la puerta y
no le permitía dar más que dos pasos hacia delante. No había cama ni nada que se le
pareciera, ni manta, sólo tres o cuatro almohadones estilo marroquí pero estaban fuera de su
alcance y era evidente que no estaban destinados a ella. A su alcance, por el con trario, había
un hueco en la pared del que salía la escasa luz que iluminaba la pieza y en el que al guien
había dispuesto una bandeja de madera con agua, fruta y pan. El calor de los radiadores
empotrados en la base de las paredes, a modo de zócalo, no bastaba para disipar el olor a
tierra y humedad, olor de las antiguas prisiones y de las mazmorras de los castillos. En
aquella cálida penumbra a la que no llegaba ruido alguno, O pronto perdió la noción del
tiempo. No había día ni noche y nunca se apagaba la luz. Pierre o cualquier otro criado
traían más agua, pan y fruta cuando se terminaba lo que había en la bandeja y la llevaban a que
se bañara a un reducto contiguo. Ella nunca vio a los hombres que entraban, porque
previamente un criado le vendaba los ojos y no le quitaba la venda hasta que ellos se
habían ido. También perdió la cuenta de sus visitantes y ni sus suaves manos ni sus labios
que acariciaban a ciegas supieron nunca a quién tocaban. A veces eran varios, pero casi siempre
uno sólo. Antes de que se acercaran a ella, tenía que arrodillarse de cara a la pared, la anilla
del collar enganchada al mismo pitón que sujetaba la cadena para que la azotara. Apoyaba la
palma de las manos en la pared y con el dorso protegía su rostro para que la piedra no la
arañara; pero no podía evitar las desolladuras en las rodillas y los senos. También perdió
la cuenta de los suplicios y de sus gritos, ahogados por la bóveda. Esperaba. De pronto, el
tiempo dejó de estar inmóvil. En su noche de terciopelo, alguien desenganchaba la cadena.
Había esperado tres meses, tres días, diez días o diez años. Sintió que la envolvían en una tela
gruesa y que alguien la levantaba en brazos. Se encontró en su celda, acostada bajo la manta
negra, era poco después de mediodía, tenía los ojos abiertos, las manos libres y René, sentado
a su lado, le acariciaba el cabello.
—Tienes que vestirte —le dijo—. Nos vamos.
Ella tomó su último baño y él le cepilló el pelo y le sostuvo la polvera y el lápiz de los
labios. Cuando volvió a la celda, encima de la cama encontró su traje de chaqueta, su blusa, su
combinación, sus medias, su bolso y sus guantes. Estaba hasta el abrigo que se ponía sobre el
traje de chaqueta cuando empezaba a hacer frío y un pañuelo de seda para el cuello; pero ni
slip ni liguero. Ella se vistió lentamente, enrollándose las medias encima de las rodillas y no
se puso la chaqueta porque en la celda hacía mucho calor. En aquel momento, entró el
hombre que la primera noche le explicara lo que allí se le exigiría. Le quitó la gargantilla y
las pulseras que desde hacía dos semanas la mantenían cautiva. ¿Se sentía libre? ¿O le
parecía que le faltaba algo? No dijo nada, casi sin atreverse a pasarse las manos por las
muñecas ni por el cuello. Luego, el hombre le rogó que entre las sortijas, todas parecidas, que
le presentaba en una arqueta de madera, eligiera la que mejor se adaptara al dedo anular de
su mano izquierda. Eran unas extrañas sortijas de hierro forradas de oro en su interior, con un