Literatura BDSM Historia de O | Page 27

sometían, el silencio, su refugio, seguramente contribuían a ello, como también el espectáculo constante de muchachas entregadas como ella, e incluso cuando no eran entregadas, de su cuerpo constantemente accesible. El espectáculo también y la conciencia de su propio cuerpo. Todos los días, mancillada por así decirlo ritualmente de saliva y de esperma, de sudor mezclado con su propio sudor, se sentía literalmente receptáculo de las impurezas, la cloaca de la que hablan las Escrituras. Y, no obstante, las partes de su cuerpo más ofendidas, dotadas ahora de mayor sensibilidad, le parecían embellecidas y hasta ennoblecidas: su boca recibiendo miembros anónimos, las puntas de sus senos que manos extrañas rozaban constantemente y, entre sus muslos abiertos, los caminos de su vientre, rutas holladas a placer. Asombra que, al ser prostituida, ganara en dignidad y, sin embargo, así era. Una dignidad que parecía iluminarla desde dentro y en su porte se veía la calma, en su rostro la serenidad y la imperceptible sonrisa interior que se adivina en los ojos de las reclusas. Cuando René le dijo que la dejaba, era ya de noche. O estaba desnuda en su celda, esperando que fueran a buscarla para llevarla al refectorio. Su amante vestía su traje de ciudad. Cuando la abrazó, el tweed de su americana, le rascó la punta de los senos. La besó, la tendió en la cama, se tendió a su lado y, lenta y Suavemente la poseyó, yendo y viniendo en las dos vías que se le ofrecían, para derramarse finalmente en su boca que después volvió a besar. —Antes de partir, quisiera hacerte azotar. Y esta vez quiero preguntártelo. ¿Aceptas? — Ella aceptó—. Te quiero —repitió él—. Llama a Pierre. Ella tocó el timbre. Pierre le encadenó las manos sobre la cabeza. Cuando estuvo encadenada, su amante volvió a besarla, de pie encima de la cama, le repitió que la quería, luego bajó de la cama e hizo una seña a Pierre. La miró debatirse en vano, oyó cómo sus gemidos se convertían en gritos. Cuando se le saltaron las lágrimas, despidió a Pierre. Ella aún tuvo fuerzas para decir que lo quería. Entonces él besó su rostro empapado y su boca jadeante, la desató, la acostó y se fue. Decir que, en el mismo instante en que su amante se fue, O empezó a esperarle es decir poco: desde aquel momento ella no fue más que espera y noche. Durante el día, era como una figura pintada de piel suave y boca dócil que se mantenía constantemente con la vista baja. Fue sólo entonces cuando observó estrictamente la regla. Encendía y alimentaba el fuego, preparaba y servía el café, escanciaba los licores, encendía cigarrillos, arreglaba las flores y doblaba los periódicos como una jovencita bien educada en el salón de sus padres, tan límpida con su gran escote, su gargantilla de cuero, su corselete ceñido y sus pulseras de prisionera que era suficiente que los hombres a los que servía le ordenaran que se quedara a su lado cuando violaban a alguna otra muchacha para querer violarla a ella también. Seguramente por eso la maltrataban más que antes. ¿Había cometido alguna falta o la había dejado allí su amante precisamente para que aquellos a quienes la prestaba dispusieran de ella con mayor libertad? Dos días después de su marcha, al anochecer, cuando después de quitarse la ropa, miraba en el espejo del cuarto de baño las señales de la fusta de Pierre que iban borrándose de sus