mirada de O. El que la sujetaba dijo entonces:
— ¿Es suya?
—Sí —respondió René.
—Jacques tiene razón —comentó el otro—. Es muy estrecha. Habrá que ensancharla.
—Pero no demasiado —dijo Jacques.
—Como usted disponga —dijo René, levantándose—. Es más entendido que yo. —Y tocó el
timbre.
Desde entonces, y durante ocho días, desde el anochecer en que terminaba su servicio en la
biblioteca y las ocho o las diez de la noche, en que era conducida de nuevo allí —aunque no a
diario— encadenada y desnuda bajo su capa roja, O llevó inserta entre las nalgas una barra de
ebonita en forma de pene sujeta por tres cadenitas que pendían de un cinturón de cuero que
le rodeaba las caderas, de manera que el movimiento de los músculos interiores no pudiera
expulsarla. Una de las cadenas seguía el surco de su dorso y las otras dos, el de las ingles,
dejando libre el acceso a su vientre. René había llamado para pedir el cofre en el que se guardaban, en un compartimiento, las cadenitas y los cinturones y, en otro, las barras de ebonita de
distinto espesor. Todas se ensanchaban en la base, para impedir que acabaran de penetrar en el
cuerpo, lo cual entrañaba el peligro de que volviera a cerrarse el anillo de carne que debían
distender. Cada día, Jacques, que la hacía arrodillarse, o mejor prosternarse, para que Jeanne,
Monique u otra de las chicas le colocara la barra, la elegía más gruesa. Durante la cena, que
las muchachas tomaban juntas en el mismo refectorio, después del baño, desnudas y
maquilladas, O la llevaba todavía y, a la vista de las cadenitas y del cinturón, todos podían
advertirlo. El encargado de quitársela era Pierre cuando iba a encadenarla a la pared si nadie
la solicitaba o a sujetarle las manos a la espalda si tenía que llevarla a la biblioteca. Rara fue la
noche en que nadie quiso utilizar aquella vía que tan rápidamente iba haciéndose más
accesible, aunque siempre más estrecha que la otra. Al cabo de ocho días, ya no fue
necesario el aparato y su amante le dijo a O que estaba muy contento de