O hasta la cintura, sus muslos y sus finas piernas quedaron encuadra dos entre los pliegues de
seda verde y lino blanco. Las cinco marcas eran negras. El fuego estaba pre parado en el hogar
y O no tuvo más que arrimar una cerilla a la paja amontonada bajo las teas, las cua les se
inflamaron. Pronto prendieron las ramas de manzano y, finalmente, los leños de roble que ardían con llamas altas, crepitantes y claras, casi invisibles con la luz del día, pero olorosas.
Entró otro criado que, encima de la consola de la que hab ían quitado la lámpara, dejó una
bandeja con las tazas y el café y se fue. O se acercó a la consola y Monique y Jeanne se
quedaron de pie una a cada lado de la chimenea. En aquel momento, entraron dos hombres y
el primer criado se fue también. O, por la voz, creyó reconocer a uno de los que la habían
forzado la víspera, el que había pedido que se hiciera más fácil el acceso de su dorso. Ella lo
miraba con disimulo mientras vertía el café en las tacitas negras y doradas que Monique
presentaba con el azúcar. Conque era aquel muchacho esbelto, tan joven, rubio que parec ía
un inglés. El joven volvió a hablar y O ya estuvo segura. El otro también era rubio, pero
ancho y fornido. Estaban sentados en las butacas de cuero, con los pies hacia el fuego,
fumando tranquilamente y leyendo el periódico sin hacer el menor caso de las mujeres, como si
estuvieran solos. De vez en cuando, se oía crujir el papel y caer alguna brasa. De vez en
cuando, O echaba un leño al fuego. Estaba sentada en el suelo, sobre un almohadón y, frente
a ella también en el suelo, estaban Monique y Jeanne. Sus faldas, extendidas, se
entremezclaban. La de Monique era granate. De repente, pero no antes de una hora el joven
rubio llamó a Jeanne y a Monique. Les dijo que acercaran el taburete (el mismo sobre el que
la víspera pusieran a O boca abajo). Monique no esperó más órdenes, se arrodilló, aplastó el
pecho sobre la piel que tapizaba el taburete y se agarró a él con ambas manos. Cuando el
joven ordenó a Jeanne que levantara la falda roja, Monique no se movió. Entonces, Jeanne, y
así se lo ordenó él en los términos más brutales, tuvo que desabrocharle el traje y tomar
con ambas manos aquella espada de carne que tan cruelmente transpasara a O, por lo
menos una vez. Se hinchó y se puso rígida en la palma que la oprimía y O vio aquellas
mismas manos, las manos pequeñas de Jeanne, abrir los mulos de Monique en cuyo
interior, lentamente y a pequeñas sacudidas que la hacían gemir, penetraba el muchacho.
El otro hombre, que miraba sin decir palabra, hizo a O una seña para que se acercara y, sin
dejar de mirar, la tumbó boca abajo sobre uno de los brazos de su butaca —su falda,
levantada hasta la cintura, dejaba al descubierto toda la mitad inferior de su cuerpo— y le
introdujo la mano en el vientre. Así la encontró René cuando abrió la puerta un minuto
después.
—No se muevan, por favor —dijo y se sentó junto a la chimenea, en el almohadón que
antes ocupara O. La miraba atentamente y sonreía cada vez que aquella mano se movía,
hurgando más y más profundamente, a la vez en su vientre y detrás y arrancándole gemidos
incontenibles. Monique se había levantado ya hacía un rato y Jeanne atizaba el fuego en lugar
de O. Sirvió a René, que le besó la mano, un vaso de whisky que él bebió sin apartar la