nunca los solicitó. La regla del silencio, por el contrario, salvo con su amante, le resultaba
tan fácil que no la quebrantó ni una sola vez y si alguna de las demás, aprovechando algún
descuido de sus guardianes, le dirigía la palabra, ella contestaba por señas. Generalmente,
era durante las comidas, que eran servidas en la sala en la que la habían hecho entrar
cuando el criado alto que las acompañaba se volvió hacia Jeanne. Las paredes eran
negras, el enlosado negro, la mesa, de grueso cristal y muy larga, negra también y las
muchachas se sentaban en taburetes redondos tapizados de cuero negro. Para sentarse, tenían
que levantar la falda y así O, al sentir bajo los muslos el cuero frío y liso, recordaba el
momento en que su amante la obligó a quitarse las medias y el slip y sentarse sin prendas
interiores en el asiento del coche. Y, a la inversa, cuando salió del castillo y, vestida como
todo el mundo, pero con las caderas desnudas bajo su traje de chaqueta o su vestido
corriente, tenía que levantarse la falda y la combinación cuando se sentaba al lado de su
amante o de otro, en un coche o en algún café, le parecía que volvía al castillo, con los senos
desnudos sobre el corselete de seda, aquellas manos y bocas a las que todo les estaba
permitido y el terrible silencio. Pero nada la ayudaba tanto como el silencio, excepto las
cadenas. Las cadenas y el silencio, que hubieran debido atarla al fondo de sí misma,
ahogarla, estrangularla, por el contrario, la liberaban. ¿Qué hubiera sido de ella de haber
podido hablar, de haber podido elegir cuando su amante la prostituía? Es cierto, hablaba
durante el suplicio; pero, ¿se puede llamar palabras a lo que no son sino quejas y
gritos? Y muchas veces la hacían callar amordazándola. Bajo las miradas, las manos, los
miembros que la ultrajaban, bajo los látigos que la desgarraban, ella se perdía en una delirante
ausencia de sí misma que la entregaba al amor y acaso la acercaba a la muerte. Ella era otra
persona cualquiera, una de las otras muchachas, abiertas y forzadas como ella y a las que ella
veía abrir y forzar, porque lo veía y hasta tenía que ayudar. En su segundo día, no habían
transcurrido todavía veinticuatro horas desde su llegada, después del almuerzo fue
conducida a la biblioteca, para que sirviera el café y alimentara el fuego. La acompañaba
Jeanne a la que había traído el criado de pelo negro y otra muchacha llamada Monique.
El criado se quedó en la habitación, de pie, cerca del poste al que O fuera atada la noche
anterior. Todavía no había nadie más en la biblioteca. Los ventanales estaban orientados a
Poniente y el sol de otoño que declinaba lentamente en un cielo sereno, casi limpio de
nubes, iluminaba sobre una cómoda un enorme ramo de crisantemos color de azufre que
olían a tierra y a hojas secas.
— ¿La marcó Pierre anoche?