Literatura BDSM Historia de O | Page 24

nunca los solicitó. La regla del silencio, por el contrario, salvo con su amante, le resultaba tan fácil que no la quebrantó ni una sola vez y si alguna de las demás, aprovechando algún descuido de sus guardianes, le dirigía la palabra, ella contestaba por señas. Generalmente, era durante las comidas, que eran servidas en la sala en la que la habían hecho entrar cuando el criado alto que las acompañaba se volvió hacia Jeanne. Las paredes eran negras, el enlosado negro, la mesa, de grueso cristal y muy larga, negra también y las muchachas se sentaban en taburetes redondos tapizados de cuero negro. Para sentarse, tenían que levantar la falda y así O, al sentir bajo los muslos el cuero frío y liso, recordaba el momento en que su amante la obligó a quitarse las medias y el slip y sentarse sin prendas interiores en el asiento del coche. Y, a la inversa, cuando salió del castillo y, vestida como todo el mundo, pero con las caderas desnudas bajo su traje de chaqueta o su vestido corriente, tenía que levantarse la falda y la combinación cuando se sentaba al lado de su amante o de otro, en un coche o en algún café, le parecía que volvía al castillo, con los senos desnudos sobre el corselete de seda, aquellas manos y bocas a las que todo les estaba permitido y el terrible silencio. Pero nada la ayudaba tanto como el silencio, excepto las cadenas. Las cadenas y el silencio, que hubieran debido atarla al fondo de sí misma, ahogarla, estrangularla, por el contrario, la liberaban. ¿Qué hubiera sido de ella de haber podido hablar, de haber podido elegir cuando su amante la prostituía? Es cierto, hablaba durante el suplicio; pero, ¿se puede llamar palabras a lo que no son sino quejas y gritos? Y muchas veces la hacían callar amordazándola. Bajo las miradas, las manos, los miembros que la ultrajaban, bajo los látigos que la desgarraban, ella se perdía en una delirante ausencia de sí misma que la entregaba al amor y acaso la acercaba a la muerte. Ella era otra persona cualquiera, una de las otras muchachas, abiertas y forzadas como ella y a las que ella veía abrir y forzar, porque lo veía y hasta tenía que ayudar. En su segundo día, no habían transcurrido todavía veinticuatro horas desde su llegada, después del almuerzo fue conducida a la biblioteca, para que sirviera el café y alimentara el fuego. La acompañaba Jeanne a la que había traído el criado de pelo negro y otra muchacha llamada Monique. El criado se quedó en la habitación, de pie, cerca del poste al que O fuera atada la noche anterior. Todavía no había nadie más en la biblioteca. Los ventanales estaban orientados a Poniente y el sol de otoño que declinaba lentamente en un cielo sereno, casi limpio de nubes, iluminaba sobre una cómoda un enorme ramo de crisantemos color de azufre que olían a tierra y a hojas secas. — ¿La marcó Pierre anoche?