adaptarse a la cintura por muy ceñido que estuviera el corsé. Jeanne lo había apretado mucho y
O, por la puerta abierta, se veía en el espejo del baño, esbelta y perdida entre los pliegues del
vestido que se hinchaba sobre sus caderas como si llevara miriñaque. Las dos mujeres estaban
de pie una al lado de la otra. Jeanne alargó el brazo para arreglar un pliegue de la man ga del
vestido verde y sus senos se movieron bajo el encaje que ribeteaba el escote, unos senos de
pezón largo y oscura aureola. Llevaba un vestido de faya amarilla. René, acercándose a las
dos mujeres, dijo a O:
—Mira. —Y a Jeanne—: Levanta esa falda.
Con las dos manos, ella levantó la seda crujiente y el lino de la enagua y descubrió un
vientre dorado, suaves muslos y rodillas y un cerrado triángulo negro. René extendió una
mano y se puso a palparlo lentamente, mientras con la otra hacía salir la punta de un seno.
—Es para que veas —dijo a O.
O lo veía. Veía su rostro irónico pero atento, sus ojos que aspiraban la boca entreabierta
de Jeanne y la garganta ceñida por la banda de cuero. ¿Qué placer podía brindarle ella que no le
diera también aquella mujer u otra cualquiera?
— ¿No se te había ocurrido? —le preguntó él.
No; no se le había ocurrido. O estaba apoyada en la pared, entre las dos puertas, rígida y
con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. No hacía falta ordenarle que callara. ¿Cómo iba a
decir algo? Tal vez su desesperación le conmovió. Él dejó a Jeanne y la tomó entre sus
brazos y le dijo que era su amor y su vida y que la quería. La mano con la que le
acariciaba la garganta estaba húmeda y olía a Jeanne. ¿Y después? La desesperación que
sentía se desvaneció: él la quería, sí, la quería. Era muy dueño de solazarse con Jeanne o con
cualquier otra; la quería.
—Te quiero —le decía ella al oído—, te quiero —tan bajo que apenas la oía—. Te
quiero.
Él no la dejó hasta verla tranquila y con la mirada transparente, feliz.
Jeanne tomó a O de la mano y la condujo hacia el pasillo. Sus sandalias volvieron a
resonar sobre las baldosas y, sentado en la banqueta situada en tre las dos puertas,
volvieron a encontrar a un criado. Vestía como Pierre, pero no era él. Era un hombre alto,
enjuto, de pelo negro. Echó a andar delante de ellas y las llevó a una antecámara en la que
delante de una puerta de hierro forjado que se recortaba sobre unos cortinajes verdes,
esperaban otros dos criados con unos perros blancos con manchas rojizas tendidos a sus
pies.
—La clausura —murmuró Jeanne.
El criado que iba delante la oyó y volvió la cabeza. O vio con estupor que Jeanne
palidecía, soltaba su mano, soltaba también la falda que levantaba ligeramente con la otra
mano y caía de rodillas sobre las losas negras, porque la antecámara estaba pavimentada
con losas de mármol negro. Los dos criados que estaban cerca de la verja se echaron a reír.