los labios un largo mordisco aspiraba y aspiraba, un largo y dulce mordisco bajo el cual ella
jadeaba; perdió pie y se encontró tendida de espaldas, con la boca de René en su boca; él la
sujetaba a la cama por los hombros mientras otras manos la tomaban por las pantorrillas y
le levantaban las piernas. Sus propias manos, que te nía a la espalda (porque cuando René la
empujó hacia el desconocido le unió las muñecas entre sí, enganchando los anillos de las
pulseras), sus manos sintieron el roce del sexo del hombre que se acariciaba en el surco de su
dorso, subía y golpeaba el fondo de la cavidad de su vientre. Al primer golpe, ella gritó,
como bajo el látigo, y volvió a gritar a cada golpe y su amante le mordió la boca. El hombre
se separó bruscamente y cayó al suelo como fulminado por el rayo, gritando a su vez. René
desligó las manos a O, la levantó, la acostó y la cubrió con la manta. El hombre estaba
levantándose y él lo llevó hasta la puerta. Súbitamente, O comprendió que estaba perdida,
maldita. Había gemido bajo los labios del desconocido como nunca la hizo gemir su
amante, había gritado bajo el golpe del miembro del desconocido como jamás la hizo gritar su
amante. Estaba profanada y era culpable. Si él la abandonaba lo tendría merecido. Pero no; la
puerta se cerró y él se quedó con ella, volvió, se tendió a su lado, bajo la manta, se deslizó en
el interior de su vientre húmedo y ardiente y, abrazándola, le dijo:
—Te quiero. Una noche, después de que te haya entregado también a los criados, te haré
azotar hasta que sangres.
El sol había disipado la niebla y entraba en la habitación. Pero no se despertaron hasta que
sonó la señal para el almuerzo.
O no sabía qué hacer. Su amante estaba a su lado, tan cerca; tan amorosamente
abandonado como en la cama de la habitación de techo bajo en la que dormía con ella, casi
todas las noches, desde que vivían juntos. Era una cama grande, con columnas, a la inglesa, de
caoba, pero sin dosel y con las columnas de la cabecera más altas que las de los Pies. Él
dormía siempre a su izquierda y cuando se despertaba, aunque fuera en plena noche,
siempre alargaba la mano hacia las piernas de ella. Por eso ella dormía siempre con camisón
y, si alguna vez usaba pijama, no se ponía el pantalón. El hizo lo mismo. Ella tomó aquella
mano y la besó, sin atreverse a preguntarle nada. Pero él habló. Le dijo, sujetándola por el
collar, pasando los dedos entre la piel y la tira de cuero, que en lo sucesivo se
proponía compartirla con todos los afiliados a la sociedad del castillo, como había hecho la
víspera. Que dependía de él y sólo de él, aunque recibiera órdenes de otros y aunque él no
estuviera presente, pues, por principio, él participaba en todo aquello que se le exigiera o se
le infligiera y que era él quien la poseía y la gozaba a través de aquellos a cuyas manos era
entregada, por haber sido él quien la había entregado. Ella debía someterse a ellos y acogerlos
con el mismo respeto con que le acogía a él como otras tantas imágenes suyas. Así, él la
poseería como un dios posee a sus criaturas cuando se apodera de ellas bajo la máscara de
un monstruo, de un ave, del espíritu invisible o del éxtasis. Él no quería separarse de ella. Y
cuanto más la entregaba, más suya la sentía. El hecho de que la entregara era para él una