Pero no tuvo tiempo de terminar. La puerta se abrió. Era su amante y no estaba solo.
Vestía como siempre cuando acababa de levantarse de la cama: pijama rayado y bata de
lana azul con las vueltas de seda acolchada, la bata que habían comprado juntos un año
antes. Sus zapatillas estaban rozadas. Habría que comprar otras. Las dos mujeres
desaparecieron sin más ruido que el crujido de la seda cuando levantaron ligeramente la
falda (todas las faldas se arrastraban un poco) pues sobre la alfombra las sandalias no hacían
ruido. O, que sostenía una taza de café con la mano izquierda y un croissant con la otra,
sentada en el borde de la cama cOn una pierna colgando y la otra replegada bajo el cuerpo, se
quedó inmóvil. Bruscamente, la taza empezó a temblar y el croissant cayó al suelo.
—Recógelo —dijo René.
Fue su primera palabra. Ella dejó la taza en el carrito, recogió el croissant mordido y lo
dejó al lado de la taza. Una gran miga de croissant quedó en la alfombra, al lado de su pie
descalzo. René se agachó y la recogió. Se sentó a su lado, la derribó y la besó. Ella le
preguntó si la amaba. Él le contestó.
— ¡Ah! Te quiero.
Después se incorporó, la obligó a ponerse de pie y posó suavemente la palma fresca de sus
manos y después sus labios a lo largo de las marcas de su cuerpo. O no sabía si podía mirar
al otro hombre que ha