señales de la fusta en los muslos. Las marcas se habían hinchado y formaban unas rayas
estrechas y mucho más oscuras que la tela roja que cubr ía las paredes. ¿Dónde dormía su
amante como a él le gusta dormir las mañanas tranquilas? ¿En qué habitación? ¿En qué
cama? ¿Sabía a qué suplicio la había librado? ¿Lo había dispuesto él? O pensó en esos
prisioneros que se ven en los grabados de los libros de Historia, que también habían sido encadenados y azotados hacía quién sabe cuántos años o siglos y que habían muerto. Ella no
deseaba morir, pero si el suplicio era el precio que tenía que pagar para que su amante
siguiera amándola, no pedía más que él estuviera contento de que ella lo hubiera sufrido y,
sumisa y callada, esperaba que la condujeran a él.
Las mujeres no tenían llave alguna, ni de las puertas, ni de las cadenas, así como tampoco
de las pulseras o collares, pero todos los hombres llevaban en una anilla los tres tipos de llave
para abrir puertas, candados y collares. Los criados las tenían también. Pero, por la mañana,
los criados que habían estado de servicio durante la noche dormían y era uno de los amos u
otro criado quien abría las cerraduras. El hombre que entró en la celda de O vestía cazadora de
cuero, pantalón de montar y botas. En primer lugar, él soltó la cadena de la pared y O pudo
tenderse en la cama. Antes de desatarle las muñecas, él le pasó la mano entre los muslos,
como hiciera el encapuchado al que ella vio primero en el saloncito rojo. Tal vez, fuera el
mismo. Éste tenía la cara huesuda y descarnada, la mirada inquisitiva que se ve en los
retratos de los viejos hugonotes y el cabello gris. O sostuvo su mirada durante lo que le
pareció un tiempo interminable y, bruscamente, se quedó helada al recordar que estaba
prohibido mirar a los amos más arriba de la cintura. Ella cerró los ojos, pero ya era tarde y
le oyó gritar y decir, mientras al fin le soltaba las manos:
—Anota un castigo para después de la cena.
Hablaba con Andrée y Jeanne que habían entrado con él y esperaban una a cada lado de la
cama. Dicho esto, el hombre salió. Andrée recogió la almohada que estaba en el suelo y la
manta que Pierre había dejado a los pies de la cama cuando entró para azotar a O,
mientras Jeanne acercaba un carrito que había traído del corredor con café, leche, azúcar,
pan, mantequilla y croissants.
—Come de prisa —dijo Andrée—. Son las nueve. Después podrás dormir hasta las doce y
cuando oigas la llamada tendrás que prepararte para el almuerzo. Te bañarás y peinarás. Yo
vendré a maquillarte y a ceñirte el corsé.
—No estarás de servicio hasta la tarde —dijo Jeanne—. En la biblioteca, para servir el
café y los licores y alimentar el fuego.
— ¿Y vosotras? —preguntó O.
—Ah, nosotras sólo hemos de cuidar de ti durante las primeras veinticuatro horas de tu
estancia aquí. Después te dejaremos sola y no tendrás trato más que con los hombres. No
podremos hablarte, ni tú a nosotras.
—Esperad —dijo O-~-» esperad un momento y decidme...