amanecer, reapareció Pierre. Encendió la luz del cuarto de baño y dejó la puerta abierta. Un
cuadro de luz se proyectó sobre el centro de la cama, en el lugar en el que el cuerpo de O,
esbelto y acurrucado, alzaba ligeramente la manta que el hombre retiró en silencio. O estaba
tendida del lado izquierdo, de cara a la ventana, con las rodillas dobladas, ofreciendo a su
mirada su cadera muy blanca sobre la piel negra. Él le retiró la almohada de debajo de la
cabeza y dijo cortésmente:
— ¿Hace el favor de ponerse de pie?
Cuando ella estuvo arrodillada, para lo cual tuvo que agarrarse a la cadena, el hombre la
ayudó tomándola por los codos para que acabara de levan tarse y se arrimara a la pared. El
reflejo de la luz sobre la cama era muy tenue y sólo iluminaba el cuerpo de ella y no los
gestos del hombre. Ella, más que ver, adivinó que él desenganchaba la cadena para tensarla.
Sus pies descalzos reposaban sobre la cama. Tampoco vio que él no llevaba el látigo de
cuero, sino la fusta negra, parecida a la que habían utilizado para golpearla sólo dos veces y
casi con suavidad cuando estaba atada al poste. La mano izquierda de Pierre la sujetó por la
cintura y el colchón cedió un poco, pues Pierre se apoyaba en él con el pie derecho. Al
mismo tiempo que oía un silbido en la penumbra, O sintió una atroz quemadura en los
riñones y lanzó un grito. Pierre golpeaba sin descanso, sin esperar siquiera a que ella
callara, procurando descargar el golpe o más arriba o más abajo que la vez anterior, para que
las señales quedaran marcadas con nitidez. Había parado ya y ella seguía gritando y las
lágrimas le entraban en la boca abierta.
—Haga el favor de volverse —dijo.
Como ella, aturdida, no obedeciera, él la tomó por las caderas sin soltar la fusta,
rozándole la cintura con el mango. Cuando la tuvo de cara, él retrocedió un poco para tomar
impulso y c ۈ