para acortarla. O tuvo que acercarse a la cabecera de la cama, donde él la obligó a tenderse.
La cadena tintineaba en la anilla y quedó tan tensa que la mujer sólo podía desplazarse a lo
ancho de la cama o ponerse de pie junto a la cabecera. Dado que la ca dena tiraba del collar
hacia atrás y las manos tendían a hacerlo girar hacia delante, se estableció un cierto
equilibrio y las dos manos quedaron apoyadas en el hombro izquierdo hacia el que se inclinó
también la cabeza. El criado la cubrió con la manta negra, no sin antes haberle levantado las
piernas un momento para examinarle el interior de los muslos. No volvió a tocarla ni a
dirigirle la palabra, apagó la luz que proporcionaba un aplique colocado entre las dos
puertas y salió.
Tendida sobre el lado izquierdo, sola en la oscuridad y el silencio, caliente entre las
suaves pieles de la cama, en una inmovilidad forzosa, O se preguntaba por qué se mezclaba
tanta dulzura al terror que sentía o por qué le parecía tan dulce su terror. Descubrió que una
de las cosas que más la afligían era verse privada del uso de las manos; y no por que sus
manos hubiesen podido defenderla (y, ¿deseaba ella defenderse?) sino porque, libres, hubieran esbozado el ademán, hubieran tratado de rechazar las manos que se apoderaban de ella, la
carne que la traspasaba, de interponerse entre su carne y el látigo. La habían desposeído de
sus manos; su cuerpo, bajo la manta de piel, le resultaba inaccesi ble; era extraño no poder
tocar las propias rodillas ni el hueco de su propio vientre. Sus labios mayores, que le ardían
entre las piernas, le estaban vedados y tal vez le ardían porque los sabía abiertos a quien
quisiera: al mismo criado, Pierre, si se le antojaba. La asombraba que el recuerdo del látigo
la dejara tan serena y que la idea de que tal vez nunca supiera cuál de los cuatro hombres la
había forzado por detrás dos veces, ni si había sido el mismo las dos veces, ni si había sido
su amante, la trastornaba de aquel modo. Se deslizó ligeramente hacia un lado sobre el
vientre, pensó que a su amante le gustaba el surco de su dorso y que salvo aquella noche (si
realmente había sido él), nunca penetró en él. Ella deseaba que hubiese sido él. ¿Se lo
preguntaría algún día? ¡Ah, nunca! Volvió a ver la mano que en el coche le había quitado
el portaligas y el slip y le había dado las jarreteras para que se sujetara las medias encima de
las rodillas. Tan viva fue la imagen que ella olvidó que tenía las manos sujetas e hizo
chirriar la cadena. ¿Y por qué si el recuerdo del suplicio le resultaba tan leve, la sola
idea, el solo nombre, la sola vista de un látigo le hacía latir con fuerza el corazón y cerrar los
ojos con espanto? No se paró a pensar si era sólo espanto. La invadió el pánico: tensarían la
cadena hasta obligarla a ponerse de pie encima de la cama y la azotarían, con el vientre
pegado a la pared, la azotarían, la azotarían, la palabra giraba en su cabeza. Pierre la azotaría.
Se lo había dicho Jeanne. Le había dicho que era afortunada, que con ella serían mucho más
duros. ¿Qué había querido decir? Ya no sentía más que el collar, los brazaletes y la
cadena, su cuerpo se iba a la deriva, ahora lo comprendería. Se quedó dormida.
En las últimas horas de la noche, cuando ésta es más fría y más negra, poco antes del