Literatura BDSM Cincuenta sombras más oscuras | 页面 313

adrenalina por todo mi cuerpo. Ahora está más cerca, y espero mi momento para entrar en acción. Ray estaría orgulloso. Él me enseñó qué hacer. Es experto en autodefensa. Si Jack me toca, si respira siquiera demasiado cerca de mí, le derribaré. Me falta el aire. No debo desmayarme. No debo desmayarme. —Mírate. —Me observa con lascivia—. Estás muy excitada, lo noto. En realidad tú me has provocado. En el fondo lo deseas, lo sé. Madre mía. Este hombre delira. Mi miedo alcanza el nivel de ataque inminente, y amenaza con aplastarme. —No, Jack, yo nunca te he provocado. —Sí, me provocaste, puta calientabraguetas. Detecto las señales. Alarga la mano, y con el dorso de los nudillos me acaricia delicadamente la mejilla hasta el mentón. Y luego la garganta, con el dedo índice, y yo siento el corazón en la boca y reprimo las náuseas. Llega hasta el hueco de la base del cuello bajo el botón desabrochado de mi blusa negra, y apoya la mano en mi pecho. —Me deseas. Admítelo, Ana. Sin apartar los ojos de él, y concentrada en lo que tengo que hacer —en lugar de en mi creciente repugnancia y mi pavor—, poso una mano delicadamente sobre la suya, como una caricia. Él sonríe triunfante. Entonces le agarro el dedo meñique, se lo retuerzo hacia atrás y, de un tirón, lo hago bajar a la altura de su cadera. —¡Ahhh! —grita por el dolor y la sorpresa, y, cuando trastabilla, levanto la rodilla con fuerza hasta su ingle y consigo impactar limpiamente en mi objetivo. Cuando dobla las rodillas y se derrumba con un quejido sobre el suelo de la cocina con las manos entre las piernas, me aparto ágilmente hacia la izquierda. —No vuelvas a tocarme nunca —le advierto con un gruñido gutural—. Y tienes la hoja de ruta y los folletos encima de mi mesa. Ahora me voy a casa. Buen viaje. Y en adelante, hazte tú el maldito café. —¡Jodida puta! —me grita casi gimoteante, pero yo ya he salido por la puerta. Vuelvo a mi mesa corriendo, cojo la chaqueta y el bolso, y salgo disparada hacia recepción sin hacer caso de los gemidos y las maldiciones que profiere el cabrón, aún tirado en el suelo de la cocina. Salgo a la calle y me paro un momento al sentir el aire fresco dándome en la cara. Inspiro profundamente y recupero la calma. Pero, como no he comido en todo el día, cuando esa desagradable descarga de adrenalina remite, las piernas me fallan y me desplomo en el suelo. Con cierto distanciamiento, contemplo a cámara lenta la escena que se desarrolla delante de mí: Christian y Taylor, con trajes oscuros y camisas blancas, bajan de un salto del coche y corren hacia mí. Christian se arrodilla a mi lado, pero yo apenas soy consciente de ello y solo soy capaz de pensar: Él está aquí. Mi amor está aquí.