Literatura BDSM Cincuenta sombras más oscuras | Page 171

doloroso. Fui un niño muy autosuficiente —dice en voz baja. Siento una punzada en el pecho al pensar en aquel crío de cabello cobrizo que se ocupaba de sí mismo porque a nadie más le importaba. Es una idea terriblemente triste. Pero no quiero que mi melancolía me prive de esta intimidad floreciente. —Bueno, me siento honrada —bromeo en tono cariñoso. —Puede estarlo, señorita Steele. O quizá sea yo el honrado. —Eso ni lo dude, señor Grey —replico. Termino de secarle el cabello, cojo otra toalla pequeña y me coloco detrás de él. Nuestros ojos vuelven a encontrarse en el espejo, y su mirada atenta e intrigada me impulsa a hablar. —¿Puedo probar una cosa? Al cabo de un momento, asiente. Con cautela, muy dulcemente, hago que la toalla descienda con suavidad por su brazo izquierdo, secando el agua que empapa su piel. Levanto la vista y escruto su expresión en el espejo. Parpadea y me mira con sus ojos ardientes. Yo me inclino hacia delante, le beso el bíceps, y él entreabre levemente los labios. Le seco el otro brazo de igual modo, dejando un rastro de besos alrededor del bíceps, y en sus labios aparece una sonrisa fugaz. Cuidadosamente, le paso la toalla por la espalda bajo la tenue línea de carmín, que aún sigue visible. En la ducha no le froté por detrás. —Toda la espalda —dice en voz baja—, con la toalla. Inspira y aprieta los labios, y le seco rápidamente con cuidado de tocarle solo con la toalla. Tiene una espalda tan atractiva: ancha, con hombros contorneados y todos los músculos perfectamente definidos. Realmente se cuida. Solo las cicatrices estropean esa maravillosa visión. Me esfuerzo por ignorarlas y reprimo el abrumador impulso de besarlas todas y cada una. Cuando termino, él exhala con fuerza y yo me inclino hacia delante para recompensarle con un beso en el hombro. Le rodeo con los brazos y le seco el estómago. Nuestros ojos se encuentran nuevamente en el espejo, y tiene una expresión divertida, pero también cauta. —Toma esto. —Le doy una toallita de manos y él arquea las cejas, desconcertado—. ¿Te acuerdas en Georgia? Hiciste que me tocara utilizando tus manos —añado. Se le ensombrece la cara, pero no hago caso de su reacción y le rodeo con mis brazos. Los dos nos miramos en el espejo: su belleza, su desnudez, yo con el pelo cubierto… tenemos un aspecto casi bíblico, como una pintura barroca del Antiguo Testamento. Le cojo la mano, que me confía de buen grado, y se la muevo sobre el torso